MADRID, 26 (OTR/PRESS)
El día menos pensado los paleontólogos de Atapuerca mostrarán al mundo el fósil de un lagrimal humano que permita datar el inicio de las emociones en nuestra especie. Nacemos llorando y a lo largo de la vida las lágrimas nos ayudan a supurar las emociones más diversas.
Mientras los psicólogos recomiendan no contener el llanto para que los sentimientos no se enquisten, los politólogos no se ponen de acuerdo sobre si las lágrimas ayudan a engrandecer o a debilitar la imagen de los personajes públicos. La madre de Boabdil hizo flaco favor a la causa cuando invitó a su hijo a llorar como forma de humillación tras la derrota.
Es el llanto la expresión humana más polivalente. Se llora por la vida y por la muerte, por el éxito y por el fracaso, por el dolor o por la alegría. Lloran el enamorado y el despechado, el halagado y el despreciado, el prepotente o el impotente. En fin, casi todos podemos llorar por casi todo.
En las últimas semanas, los Juegos Olímpicos y la catástrofe de Barajas nos han permitido contemplar el más amplio catálogo de lágrimas. Hemos visto llorar a los vencedores y a los derrotados de Pekín, y hemos visto con emoción llorar a los deudos de las víctimas y a los familiares de los supervivientes de Madrid.
También hemos visto llorar a algún vencedor por no considerar suficiente su victoria e imaginamos que algún superviviente hubiera cambiado su suerte por la de otro y habrá llorado por su vida.
La emoción es un sentimiento noble que tiene un inmenso poder para despertar la empatía del espectador. Por eso no hemos podido contener alguna lágrima propia cuando hemos sido testigos de la alegría o el dolor de los otros. También alberga la emoción un gran valor informativo que nos ayuda a comprender toda la magnitud de los acontecimientos.
El problema es que a veces se sobrepasa con facilidad la línea que separa el periodismo y el espectáculo. Algo de esto también lo hemos visto en los últimos días. Y algunos ejemplos son, también, para llorar… de indignación.
Isaías Lafuente.
