MADRID, 12 (OTR/PRESS)
La bonhomía, la inteligencia y la mesura del padre y del abuelo de Mari Luz, la niña asesinada en Huelva por un pederasta suelto y libre por lenidad de la Justicia, no han encontrado correspondencia en ésta, que lejos de castigar a los funcionarios responsables del estado de cosas que desembocó en ese crimen, y de intervenir en profundidad en su propia estructura para evitar en lo sucesivo casos como éste, ha despachado el asunto con una multa al juez Tirado, el que no cursó en su momento la orden de detención del asesino y propició, con ello, que destrozara a la niña.
Sin embargo, la bonhomía, la inteligencia y la mesura que, pese a su rabia y a su dolor inmenso, han exhibido en todo momento los familiares de la víctima, demandantes sólo de justicia, no son cualidades de las que pueda abusar impunemente la judicatura, pues también son potencias que, cuando contrariadas, burladas y escarnecidas, se tornan en huracán con toda la fuerza y todo el derecho del mundo.
Ni el padre, ni el abuelo de Mari Luz, pero tampoco los dos millones de ciudadanos que hasta el momento han firmado adhiriéndose a sus demandas de justicia, creen ya en la que se administra en España, pero en su desengaño no hay ese germen de resignación y pasividad tan extendido que favorece los abusos y los desafueros del Poder. Es la vida de una niña de cinco años, la vida de cualquier niño en el fondo, lo que reivindican, la vida que debería haber vivido y que los garantes institucionales de ella no supieron defender del embate de un canalla.
Frente a eso, el corporativismo judicial, desconectado de la voluntad de aquellos a los que su maquinaria debería servir, se enfrasca en sus luchas intestinas, sectarias, de poder, trasladando a la sociedad una sensación de desamparo que puede conducir a muchos a la impotencia, pero no al padre y al abuelo de Mari Luz, que se han rebelado, y millones con ellos, contra esa Justicia.
Rafael Torres
