MADRID, 8 (OTR/PRESS)
Podría extrañar que hubiera tanta gente partidaria de la nacionalización de la banca, sobre todo en la derecha, pero no extraña porque lo que se nacionaliza son las pérdidas de la banca, es decir, el lucro cesante, y no, desde luego, los beneficios.
Para que los bancos puedan seguir prestando, y las empresas de los bancos invirtiendo, el Estado mete la mano en las arcas comunales y pone a su disposición, con extrema longanimidad, un dineral que luego, cuando al final del ejercicio la banca haga balance de sus descomunales beneficios, no habrá de reintegrarse con sus correspondientes intereses al Erario, por mucho que se nos intente convencer de que lo hará por oscuros y misteriosos meandros.
Lo que extraña, entonces, es que sea entre la izquierda, la izquierda oficial, donde haya tantos partidarios de esa puntual nacionalización de la ruina, de las pérdidas, si bien lo llaman «intervención» para poder quedarse tan campantes.
Cuando la banca demuestra que no sólo no es capaz de contribuir a la riqueza y a la prosperidad de un país, sino que ha hecho todo lo posible, con su codicia disparatada, para empobrecerlo de súbito, lo suyo es que el Estado, garante de la estabilidad de ese país, castigue sus demasías y le retire la confianza, pero no, en ningún caso, que ponga en sus manos los pocos dineros que le quedan al país para que persevere.
O dicho de otro modo: si el Estado quiere que a la gente se le vuelvan a conceder créditos para comprar casas y cosas, que se lo preste directamente él, que a la gente le saldrá mucho más barato, y si quiere fomentar el empleo, que empiece por prohibir los despidos, particularmente en las empresas públicas que le quedan y en aquellas que, habiéndolo sido un día, se privatizaron vergonzosa y escandalosamente. ¿De quién es y a quién sirve, pues, un Estado que administra de esa manera los recursos públicos, esto es, aquellos que han brotado con el sudor de la gente, que no es el sudor de los que no sudan ni en los soleados campos de golf?
Rafael Torres.
