Francisco Muro de Iscar – Contra Bolonia


MADRID, 2 (OTR/PRESS)

Los estudiantes universitarios vuelven a las manifestaciones y a tomar las calles, aunque esto no va a ser otro mayo del 68, entre otras cosas porque España no hizo nunca un mayo ni un junio ni un julio del 68, digan lo que digan algunos ahora. Cuarenta años después podemos ver de nuevo agitadas las aguas de la Universidad. Todo es por culpa o por causa de Bolonia, es decir de la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES).

El objetivo es que la educación europea superior sea convergente, favorecer la movilidad estudiantil en igualdad de condiciones, hacer menos importante la labor del profesor y mucho mayor la implicación y responsabilidad del estudiante en el diseño de su propio currículo y que termine la carrera en menos años. En contra hay muchas cosas, entre ellas el temor a que disminuya aún más la calidad de la enseñanza, el miedo a un mayor distanciamiento entre la enseñanza y la vida profesional o la necesidad de romper con la masificación para hacer una enseñanza más personalizada.

Luces y sombras, como en casi todas las reformas. No obstante el Proceso Bolonia, como casi siempre, ha sido mal explicado y las consignas de las movilizaciones van contra una supuesta privatización de la Universidad, el encarecimiento que van a suponer los máster, la degradación de la Universidad pública, la falta de recursos económicos (y en Madrid, contra Esperanza Aguirre que eso sirve igual para un roto que para un descosido).

Pero hay problemas de fondo que no hemos resuelto entre nosotros. La pésima «venta» de las ventajas de Bolonia, que nos debería incorporar, de verdad, a ese espacio europeo de educación es uno de ellos, aunque no el más importante. El problema más grave es que la Europa que está haciendo la transición de la educación superior nos lleva años de ventaja y que la Universidad española permanece en el siglo XX, pero en la primera mitad. El profesorado debería cambiar radicalmente su forma de estar y de enseñar en la Universidad, pero aquí hemos creado pequeños reinos -por departamentos y por innecesarias Universidades, una en cada ciudad, con estudios incluso repetidos a 50 kilómetros de distancia, con o sin demanda- y el alumnado tendría que ponerse a estudiar. No quiero hacer caricaturas, porque en la Universidad hay excelentes profesores y alumnos. Pero la media de tiempo dedicada a terminar una carrera de cuatro años es, justamente, el doble, ocho. Los malos alumnos y los malos profesores tienen exactamente los mismos privilegios que los buenos, sin que el mérito y el esfuerzo se valoren. Los alumnos pagan la sexta parte de lo cuesta su enseñanza.

Y la Universidad, que vive de espaldas a la sociedad, recoge sus recursos exclusivamente de las arcas públicas, sin preocuparse de buscar otras fuentes de financiación. La Universidad debería aprovechar el momento para acabar con todos los vicios históricos que son un lastre insuperable. Y los alumnos, los malos alumnos, además de protestar por tantas cosas mejorables, no harían mal, en devolver con esfuerzo el dinero que los ciudadanos pagamos generosamente. O cambia la Universidad o se desangra.

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