MADRID, 4 (OTR/PRESS)
No tiene cara, ni rostro, ni nombre. Es un tipo del montón que jamás llamaría la atención, ni por su inteligencia, ni por alguna cualidad sobresaliente. Es lo suficientemente mediocre como para pasar inadvertido en el seno de un barrio, pero no tan estúpido que no desee alcanzar un fleco de heroicidad. Pero como no es héroe, como le asusta el riesgo, y su miedo haría temblar la mano si empuñara una pistola, se dedica a una labor para la que no se requiere ni preparación, ni conocimientos: el chivatazo.
Se mueve en el mismo espacio que la futura víctima, en el mismo pueblo o en la misma ciudad. Desarrolla una actividad corriente y parece un tipo normal. Pero él, que no es tan tonto como para no estar a disgusto con su vulgaridad, se reivindica con esta actividad de alcahuete del crimen, de correividile de la muerte que le proporciona una calderilla de la gloria que personalmente nunca obtendría en actividad alguna, y, además, sin correr ningún riesgo.
Es probable que, si llega a un cierto envilecimiento refinado, cuando merced a los datos proporcionados a sus amos el asesinato haya sido cometido, transmita su pena a los deudos de la víctima y asista con rostro contrito a las exequias funerarias. Ese cinismo le reivindica de su insignificancia y le venga del desprecio con que le tratan los otros. Es ese mezquino que, en la guerra civil, enviaba un anónimo acusando de que el vecino iba a misa o estaba afiliado a UGT, según los bandos, y observaba por la mirilla el momento en que llamaban a la puerta y el otro era detenido.
Como los champiñones, necesita una cierta mierda social, unas raciones de materia orgánica en descomposición para desarrollarse. Y en el País Vasco se dan las circunstancias para que emerja este renegado de la especie, este soplón vocacional, este infame cobarde al que conocemos con el nombre de delator.
Luis Del Val.
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