Carlos Carnicero – Y si respetáramos la Constitución


MADRID, 6 (OTR/PRESS)

Treinta años no son nada, no obligan a que la Constitución tenga marcadas arrugas en su rostro demasiado pronunciadas. Quizá no esté demasiado gastada porque no ha tenido mucho trabajo: sencillamente no le hemos hecho demasiado caso. Es posible que la Constitución necesite ajustes, como los coches usados, pero para eso tendrían que cumplirse dos condiciones que no se dan. La primera, que fuera una norma universalmente respetada por todos los españoles de todas las latitudes. Evidentemente no es el caso. Es un comodín que sólo se emplea cuando conviene. Ni siquiera existe un orgullo constitucional que estaría derivado del respeto que todos deberíamos tener a la patria como contenedor democrático de derechos y obligaciones. Pero los mismos términos ni siquiera pueden ser compartidos porque la patria, la nación y el estado no significan lo mismo para todos. Incluso hay quien no los soporta. Y no son todos necesariamente nacionalistas periféricos. Los hay incluso conversos.

La Constitución es la esencia de la República, que naturalmente puede tener forma de Monarquía Parlamentaria. La Constitución, entendida como las tablas de la ley que nos permiten ser libres, permite llegar a construir un entramado de convivencia que es la nación en donde la patria desarrolla los proyectos colectivos. Esto lo aprenden los niños franceses, los alemanes, los británicos… independientemente de la aldea en la que nacieron y la adscripción que tiene su memoria a los guisos de la abuela.

Aquí todavía estamos buscando razones a la existencia colectiva y oler el rincón de cada huerto es un empeño de muchos para dejar de ser españoles porque ansían una tierra diferente sin saber que sin la Constitución no son nada y que sin ella no van a encontrar ni un balcón de tercera en ningún rincón del mundo. Existen sólo porque la Constitución les garantiza la existencia, y ellos ni siquiera se dan cuenta.

La segunda condición es igualmente imposible. Que los dos partidos mayoritarios se hagan mayores y terminen por entender que si la Constitución es sagrada tienen que ser libres quienes la interpreten. La independencia no es otra cosa que la capacidad de hacer lo que se siente y lo que se piensa, independientemente de quién saque provecho de la resultante. Cualquiera, de cualquier credo y de cualquier ideología, puede ser miembro del Tribunal Constitucional, con la sola condición de que sea una persona capaz y que no tenga compromiso con nadie que no sea consigo mismo. Parece sencillo… A los treinta años de la Constitución, ésta no necesita una reforma: bastaría que se reformaran quienes dicen defenderla.

Carlos Carnicero.

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