MADRID, (ABC)
Se puede hacer la paz con gente que odia más a sus enemigos de lo que ama a sus hijos? La pregunta fue acuñada hace ya cuatro décadas por Golda Meier y desde entonces reverbera en el denso aire de Oriente Próximo.
No tengo la menor duda de que los palestinos, como cualquier ser humano, adoran a sus hijos, pero coincidirán conmigo en que después de cada atentado suicida hiela el alma escuchar al padre del que se acaba de inmolar, proclamar que su mayor deseo es que el resto de su prole siga el ejemplo del hermano mayor.
Algo tan espantoso sólo puede ser fruto de la histeria del momento, pero el alborozo colectivo con que suele ser acogido, refleja una sociedad moralmente enferma. Nadie puede permanecer impertérrito ante esas imágenes de niños ensangrentados o frente a la noticia de que un blindado ha masacrado a 40 refugiados en una escuela.
Las condiciones de vida del millón y medio de palestinos -atrapados entre Egipto e Israel- son detestables, pero mucho más lo es la conducta de sus dirigentes. Esos que estos días se esconden en búnkeres y se parapetan tras la población civil, nunca han hecho un solo gesto que pueda hacernos suponer que piensan cortar lazos con quienes se embuten en chalecos explosivos.
Las tropas del Tsahal abandonaron la franja de Gaza en octubre de 2005 y desde entonces, los milicianos de Hamás no han cesado de disparar contra territorio israelí. A un promedio de 20 ataques diarios.
Los mismos «gazaprogres» que exigen indignados que se castigue a Israel por la invasión, podían haber reclamado una intervención internacional contra quienes permiten el lanzamiento cotidiano de cohetes «Kassam» o haber propuesto el despliegue de cascos azules de la ONU para bloquear la Ruta Filadelfi, bajo la que discurren los túneles por los que los ayatolás iraníes hacen llegar armas y explosivos a los facinerosos de Hamás.
No lo han hecho y la pregunta, tras 38 meses de silencio, cae. ¿Podemos condenar que Israel lance un ofensiva militar e intente eliminar a quienes agreden a sus ciudadanos?