MADRID, 7 (OTR/PRESS)
Muy desesperadas tenían que estar con Bush las personas normales del mundo, para suponer en su adversario electoral las virtudes que, con tanta alegría como escaso fundamento, se atribuyeron a Barak Obama. Se dice que un pesimista no es sino un optimista mejor informado, y aunque no es cosa de negar la necesidad terapéutica de la ilusión, de la esperanza, del optimismo en suma, no habría estado de más que cuantos recibieron con inusitado alborozo la elección presidencial de Obama, se hubieran informado antes un poco mejor, a fin de evitarse los deprimentes efectos de la decepción. Porque no ha habido que esperar ni a su toma oficial de posesión del cargo para caer en la simas más profundas del desengaño: emplazado Obama a manifestarse respecto a las atrocidades del estado de Israel en Gaza, pues, como se sabe, bastaría un gesto de los Estados Unidos para detener la matanza, el presidente electo se refugió en la coartada de no haber sido investido oficialmente aún para pasar del asunto y dejar correr los acontecimientos, que es tanto, en las actuales circunstancias, como dejar que siga corriendo la sangre, particularmente la de los niños palestinos, que son a los que más apuntan, por lo que se ve, los cañones de los tanques israelís.
¿Puede alguien creerse que el presidente electo de los Estados Unidos no puede, a escasos días de su investidura oficial y cuando todo el aparato político, militar y administrativo ha sido transferido ya del anterior equipo del gobierno al suyo, expresar, siquiera expresar tan sólo, su condena a los actos criminales del ejército israelí? Más creíble es, sin duda, que no quiera hacerlo, que todo esté tan atado y bien atado en la política exterior norteamericana, que todo es tan inmutable en su incondicional ligazón con Israel, que poco importa que sea el íncubo Bush o el ángel Obama el que, por acción u omisión, deje derramarse así toda esa sangre.
Rafael Torres.
