MADRID, 12 (OTR/PRESS)
Una de las cosas que se oyen cuando se transita por los pasillos del Partido Popular es la posibilidad de que, al final, la secretaria general del partido, María Dolores de Cospedal, se convierta en posible cabeza de candidatura del PP ante las elecciones generales. Cospedal, te dicen, es una figura atractiva, no hace ni dice tonterías, está bastante bien valorada.
Todo ello es cierto, como cierto es que la rumorología interna en el PP, que pide la sangre del actual presidente del partido, es incesante. Sin embargo, sigo pensando que será Mariano Rajoy (que tiene bastante más fondo que otros nombres «populares» que se barajan, acaso con la excepción de Rodrigo Rato, como «candidatables» a La Moncloa), quien ocupe el número uno de la lista. Pero que el nombre de Cospedal se haya unido ahora a otros que circulan en las quinielas del incansable mentidero madrileño, como Esperanza Aguirre, Gallardón o el improbable ya citado de Rato, me parece altamente significativo. El ansia de cambio, ahora, tiene nombre de mujer.
No puede caer en saco roto ni ser una mera casualidad el hecho de que sean de mujeres los nombres políticos más valorados por los ciudadanos a la hora de las encuestas. Cospedal mantiene un alto grado de aprecio, sin demasiada contestación, en el seno de su partido, lo que no le ocurre a Esperanza Aguirre, también altamente valorada, pero solamente en Madrid, donde la «lideresa» reina, por el momento, sin rival. En el PSOE, Carme Chacón, la ministra de Defensa, se ha convertido en la «número uno», por delante de todos los ministros, excepto de Pérez Rubalcaba, y por delante también del propio Zapatero y de la vicepresidenta primera.
Fuera de los dos «grandes», Rosa Díez logra para «su» UPyD constantes incrementos de apoyo: ya es, según algunos sondeos, la tercera figura más valorada. Las mujeres han irrumpido con fuerza en la política. Significan, aquí y ahora, el cambio, ese cambio que en Estados Unidos pudo ser Hillary Clinton y fue, finalmente, Obama. Ese cambio que, dentro de unos años, no demasiados, significará la presencia de hijos de los actuales inmigrantes latinoamericanos en puestos clave de la política española.
Resultaría demasiado simple atribuir ese papel protagonista de las mujeres, que en último extremo podría desembocar en una batalla electoral entre tres de ellas en los primeros puestos de las listas de sus respectivos partidos allá por 2012, a cuestiones meramente coyunturales. Sería tan burdo, o tan machista, como decir que Carme Chacón debe su popularidad al hecho de haber pasado revista a las tropas en avanzado estado de embarazo, o a haberse puesto un traje-smoking cuando el protocolo militar le reclamaba traje largo. La cosa va más allá: las mujeres aportan un lenguaje nuevo, menos agresivo pero más contundente, al romo discurso político que se hace en España. Son capaces, porque vienen de muchos años de sentirse postergadas, de entenderse mejor que los hombres, aun en el combate. Véase, si no, la sesión semanal de control parlamentario al gobierno, que enfrenta a María Teresa Fernández de la Vega con Soraya Sáenz de Santamaría; lo que les falta en brillo les sobra en frescura y sinceridad en los planteamientos. Ellos, en cambio, están situados, al menos en estos momentos y en esta España nuestra, en el debate bronco y agrio, en el «y tú más», en la constante apelación innecesaria a las hemerotecas, como si el pasado, y no el presente y el futuro, fuese lo fundamental.
¿Guerra de sexos? Nada de eso. Más bien, necesidad de encontrar fórmulas nuevas, que, ya que no llegan a través de ideas políticamente revolucionarias, se centran en los nuevos rostros, con la esperanza de que aporten un lenguaje, al menos un lenguaje, diferente al que empezamos a estar hartos de oir.
Fernando Jáuregui.