MADRID, 21 (OTR/PRESS)
Como si la vida de tres pilotos españoles valiera menos que el monólogo y posterior salida triunfal al proscenio de un actor americano, medios de radio y de televisión nacionales ha habido que antepusieron el martes la «performance» de la jura de Obama al accidente de dos Mirage F-1 de nuestro ejército, esas tumbas volantes, y a la muerte de sus tripulaciones. No se trata siquiera de una consideración moral, sino estrictamente periodística, la que hubiera impuesto anteayer la tragedia habida en el cielo de La Mancha en las aperturas de los noticiarios, pero ya podía haber ardido un barrio entero de Barcelona o haberse desplomado un bloque de vecinos en Madrid, que esos medios papanatas no habrían reducido un ápice su cobertura americana. Sin embargo, desvanecidos los fastos de la jura, desvanecidos del todo como, al caer telón, se desvanece el espectáculo, y con él las emociones dirigidas y las catarsis estereotipadas, tal vez sea momento de recordar que los Estados Unidos no han cambiado, sino que, tan sólo, han cambiado de gestor, de presidente.
El mundo tampoco ha cambiado, salvo el de los tres pilotos de la base de Los Llanos y el de tantas otras criaturas humanas, que se acabó el martes para siempre. Después de la devastadora gobernación de Estados Unidos y del mundo por un amoral venático, después de la rapiña brutal de los bandidos que florecieron a su vera, tenía que venir lo que ha venido, un normal, un bueno, pero ello, no más, que para la propia supervivencia del Imperio, como, por otra parte, acertó a desvelar en su discurso de proclamación, ante el Capitolio, el propio Obama. Su mayor virtud, y única acreditada hasta la fecha: no ser su antecesor en el cargo. Pero un hombre no cambia a un país; como mucho, puede convocar a lo mejor y a lo más sano de él, y si Obama lo consigue, y consiguiéndolo repara no sólo sus roturas, sino las muchas y terribles que la peor América, la de Bush, le hizo al mundo, entonces habrá lugar para la esperanza. Antes, no.
Rafael Torres.