MADRID, 13 (OTR/PRESS)
Creo que tenemos una democracia mejorable. Una democracia en la que los empresarios no pidan al padrecito Estado subvenciones para todo y para todos ni que les conceda el despido libre; en la que los trabajadores se abonen a sindicatos responsables y a reivindicaciones realistas. Una democracia en la que un juez sepa que, sobre todo en determinados momentos, él no puede ir de cacería con el ministro de Justicia, y viceversa. Y en la que los partidos de la oposición sean capaces de renunciar a echar las campanas al vuelo denunciando, patente demasía, la quiebra del sistema entero cuando una cacería tal se produzca.
Creo que tenemos derecho a una democracia en la que el Ejecutivo no intente pisotear a todos los demás poderes, aun pretextando respetarlos escrupulosamente. En la que los jueces entiendan que no pueden comportarse como en el soviet de Moscú, interpretando la ley y, de paso, fabricándola. En la que el cuarto poder, es decir, los medios, perciba que su misión no consiste en poner y deponer gobiernos ni en crear la realidad, sino simplemente en contarla.
Seguramente, lo que Montesquieu olvidó decir, o decir con la claridad suficiente -porque sí llegó a insinuarlo_, es que cada uno de los poderes está para controlar a los restantes, pero limitándose a sí mismo. Mal negocio cuando cada uno de los poderes clásicos del barón de Secondat pretende ser el máximo intérprete del delicado equilibrio. Pésimo asunto cuando ya el mero concepto del delicado equilibrio está en entredicho. La democracia necesita que cada uno de los poderes sea inflexible en sus obligaciones, pero sepa limitar hasta dónde llegan sus derechos.
Esta no es una mera reflexión teórica de salón, espero. Está basada en la observación del aquí y el ahora. Lejos de mi ánimo anticipar Apocalipsis alguno, pero qué duda cabe de que, entre unos y otros, acabaremos haciendo de esta aún incipiente democracia nuestra una democracia -no quisiera cargar las tintas– cuando menos, ya digo, muy, muy mejorable.
