Rafael Torres – Al margen – Confesos pero presuntos.


MADRID, 18 (OTR/PRESS)

Es de común conocimiento que todo cadáver producto de una muerte violenta lleva en sí la tarjeta de visita de su asesino. Por eso, los homicidas procuran no sólo deshacerse de ellos, sino deshacerlos, desaparecerlos, bien quemándolos, arrojándolos lastrados a aguas profundas, descuartizándolos o enterrándolos en cal viva. La Justicia necesita un cadáver para que haya un asesinato y un asesino, e incluso para dilucidar en qué grado éste lo es para aplicarle la pena correspondiente al grado, y no basta que un tipo diga que ha matado a alguien si ese alguien, sus restos, no parecen.

La turba de desquiciados, de productos mayores y menores de esta sociedad generadora de monstruos y de perturbados, que mató presumiblemente a la joven Marta del Castillo, esa turba, digo, podrá no saber ni leer ni escribir, podrá desconocer o despreciar el valor de la vida humana, pero sabe lo que todo el mundo sabe, que si no hay asesinado no hay asesino, sino otra cosa, siempre más difusa y, desde luego, menos castigada. Lo sabe hoy y lo sabía, casi seguro, cuando la mataron y se deshicieron del cadáver, ambos delitos no por confesados menos presuntos, ciertamente.

A menos que todos los imputados hayan estado desde su detención en un aislamiento absoluto, esto que dicen ahora de que el asesino fue un menor de edad y de que los restos de la víctima fueron arrojados a un contenedor de basura suena a ardid, a guión exculpatorio que alguien les ha escrito. Sin embargo, y aunque exaspere, la turba esa haría, en ese caso, lo que tiene que hacer para buscar su impunidad, de modo que no es de ella de quien deba esperarse lo que sólo puede lograr una acertada investigación policial y judicial. Sería ridículo estar a expensas, para resolver un crimen, de lo que se les vaya ocurriendo decir a los asesinos.

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