MADRID, 27 (OTR/PRESS)
Ahí es nada la alarma creada ante la epidemia de la llamada gripe porcina, una modalidad poco conocida en España. Colegios, cines y templos cerrados en México DF, una ciudad prácticamente cerrada cuyos habitantes no utilizan los transportes públicos por miedo al contagio. Nos hallamos, casi, ante una imagen de peste o cólera en una urbe medieval. España es el segundo país de incidencia potencial de la enfermedad: se recomienda no viajar al país azteca, con el que tantos lazos e intereses tenemos. Y pocas recomendaciones más, por el momento, porque la situación, pese a los titulares de prensa, seguramente no lo requiere.
He visto la comparecencia ante los medios de la flamante ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez. Confieso que no era el nombramiento que me pareció más adecuado en la reciente remodelación ministerial: sabe poco del tema. Pero ha introducido un principio de sensatez y de vacuna contra la histeria colectiva, que es aún peor que la propia enfermedad. Ni siquiera una pandemia, que tantos excesos de los poderes públicos justifica, sirve como pretexto para suspender los derechos constitucionales de los ciudadanos, y eso es algo que casi ocurre en el país hermano y querido azotado injustamente por la enfermedad.
Aquí, en España, de momento el Gobierno ha introducido algo de calma, y eso que estamos ante una nación en la que la hipocondría hace ocasionalmente estragos: recuerden la gripe aviar, las vacas locas, los benzopirenos y tantas otras cosas que hicieron que desde los medios se dijesen las mayores insensateces, lo mismo que desde la oposición de turno, y que los gobiernos, azuzados (in)convenientemente, hiciesen tantas concesiones a la demagogia. Esta es una prueba de fuego para una Trinidad Jiménez que llegaba para otros menesteres. Para ella, y para todo un Gobierno, que no solamente se trata de hacer frente a la crisis económica: la población, con mascarillas, constituye un colectivo especialmente irritable.
