
MADRID, 26 (OTR/PRESS)
En estos momentos, una de las pruebas de la existencia de España es la pasión que despierta el Barça (gracias a él hemos aprendido a usar la cedilla). En la campaña desarrollada este año por España para situarse en la esfera internacional, los catalanes han sido los más eficaces y los que nos han puesto más sentimentales. Eso, unido al hecho de que Nadal también es de la periferia, podría crear un problema de conciencia a los nacionalistas del Ampurdán. Nadal y el Barca son nuestros dos iconos buenos, nuestros paladines contra Ferguson y otras fuerzas extranjeras, los conquistadores de París, los españoles invictos.
En el supermercado mitológico hay otros síntomas de España: la tortilla de patatas, el jamón, con chorreras, los pimientos de piquillo o los cuadros de Velázquez. Hay símbolos inexportables -nunca convidéis a un inglés a calamares en su tinta- y otros más evidentes de lo que nos habían contado (a los chinos les encanta el cocido). Hay símbolos de garrafón -eso que los turistas engullen como si de verdad fuera paella con sangría- y sutilezas demasiado tribales para la exportación (medio mundo piensa que las películas de Almodóvar son surrealistas, no pueden ni imaginar que haya personajes así).
El que mejor ha cantado a Machado (tan de su cepa hispana) ha sido Serrat (entre cuyas interpretaciones figura el himno del Barça en una lengua que millones de inconscientes consideran foránea). Aprovechando la Champions -no hay mal que por bien no venga-, podríamos dejar de decir tonterías. No parece probable viendo las querellas lingüísticas surgidas en Galicia o las habas que cuecen en otros yermos de la imaginación europea. Así, por ejemplo, una mayoría de belgas reivindica la unión sagrada de geografía y lengua, como si nunca hubiera habido escuelas Berlitz, y a los rusos se les sigue jorobando en varios países del Este. Está claro que el nacionalismo siempre puede empeorar. Para señalar su presencia, totalmente anacrónica, Corea del Norte dispara misiles contra el buen nombre de Obama.
Lo que sí parece evidente es que el juego de símbolos que practican iconos como el Barça o realidades ìmpepinables como el jamón de Jabugo tienen, afortunadamente, vida propia. En teoría, los políticos debieran, entre otros cometidos, el de administrar los símbolos públicos. En una era de contactos globales y trasiego continuo, debieran competir en alguna cosa espiritual y no solo en cobrar comisiones. En una era tan internacional, debieran tener algún mensaje que transmitir a los demás pueblos en nombre de los españoles. Si alguien vio hasta el final el primer debate europeo celebrado en televisión, comprenderá que la tarea va para para largo. Obviamente, el candidato del PSOE había aprendido más cosas en la escuela. Obviamente, el candidato del PP parecía «un sueño que echa modorra», que diría el Agustín de Rojas de «El viaje entretenido», ya en 1603. A los dos les faltaba un mundo, y, para empezar, un continente. El Barça ganará o perderá. Estos dos pueden quedar empatados