MADRID, 23 (OTR/PRESS)
Vicente Ferrer descansa ya en la tierra a la que consagró una vida intensa y plena. Su velatorio y su entierro han sido un verdadero clamor popular que sólo habrá sorprendido a quien no conociera la vida de este hombre comprometido que, como dijo su hijo Moncho al darle sepultura, fue un ejemplo para la humanidad, no por lo que dijo, sino por lo que hizo por devolver la dignidad a quienes estaban privada de ella. Aquí en España hemos dudado sobre cómo calificar a este buen hombre: filántropo, cooperante. Quienes le quieren y nunca le olvidarán no han dudado, y sobre una sencilla cruz de madera han clavado una placa en la que puede leerse: Father Vicente Ferrer.
Para algunos en la palabra padre estará la raíz religiosa de Vicente Ferrer, ex jesuita que aunque un día colgó los hábitos nunca renunció a sus creencias y convirtió su existencia en elocuente testimonio de las mismas. Otros simplemente encontrarán en la palabra padre la mejor manera de definir a quien se portó como tal, dedicando cada minuto de su vida a la mejora de las condiciones de millones de personas a las que siempre trató como hijos.
La fundación que él creó no se ha gastado un euro en esquelas. Con el dinero ahorrado seguirán haciendo maravillas en India. Tampoco era necesario. Ha sido emocionante en los últimos días leer decenas de elogios provenientes de gente de todo tipo: creyentes y ateos, religiosos y laicos, políticos y ciudadanos de a pie. Lo han alabado quienes lo conocieron y quienes sólo tuvieron referencia de su obra. Todos lo consideran un ejemplo; todos lo consideran un santo. Y entre tanto elogio unánime, se ha echado de menos el silencio estrepitoso de la jerarquía de la Iglesia católica. ¿Acaso no cree que Vicente Ferrer es «uno de los nuestros»?
