José Cavero – Persecución implacable de los asesinos.


MADRID, 1 (OTR/PRESS)

¿Siguen en Mallorca los autores de los dos atentados de Palmanova, o lograron escapar antes de que la llamada Operación Jaula tratara de evitar su fuga hacia la Península, o con destino a su retiro francés? Es la primera de las grandes cuestiones policiales del momento, después de que, poco a poco, se haya ido recuperando una cierta normalidad en Palma y Calviá, tras las caóticas jornadas del jueves y viernes, por causa de los dos atentados contra la Guardia Civil, uno de ellos con el resultado de dos agentes muertos.

Naturalmente, las fuerzas de seguridad del Estado se esfuerzan, en la medida de sus posibilidades, en detener a los etarras, pero el hecho de que emplearan temporizador y que hubieran programado la hora de la explosión de la bomba, no da muchas esperanzas a quienes creen que los criminales siguen ocultos en algún lugar de la isla de Mallorca o de cualquier otra isla del archipiélago. Pero es obvio que nada complacería más, a las propias fuerzas desorden y a los ciudadanos españoles, que la detención de estos criminales se produjera con la mayor rapidez. Sería buena demostración del mensaje que difunden los responsables del Gobierno, tanto Zapatero como Rubalcaba y De la Vega: los terroristas deben saber que serán detenidos lo antes posible y que pasarán muchos, muchos años en prisión.

Y sobre la otra gran cuestión de «por qué matan», porqué en este instante, se suceden también las hipótesis de trabajo: porque es su naturaleza, porque es su razón de existencia, porque, cincuenta años después de su nacimiento, la banda quiere demostrar que tiene idénticos propósitos con los que nació, en pleno franquismo, y una vez comprobado que, en Euskadi, y tras la llegada de la democracia, no se ha producido mayor avance, pero éste extraordinariamente importante, que el Estado de las Autonomías con las amplísimas responsabilidades y atribuciones del Gobierno que cada cuatro años eligen los vascos. Pero es evidente que eso sigue sin complacer a los separatistas e independentistas, por más que se insista en que los gobiernos autonómicos tienen tantas atribuciones como los Estados federales alemanes.

Y luego, está la cuestión de cómo salir del embrollo en que la banda se inició hace 50 años: el oficio de matar, sobre todo a agentes del orden y representantes del Estado. La dirección de la banda parece que sigue convencida en que podrá conseguir alguna ventaja añadida en el supuesto de que el Gobierno volviera a una mesa de negociaciones y escuchara sus planteamientos. No parece servirles la insistente recomendación de que deben dejar las armas y «el oficio de matar» y rendirse a la evidencia de que no hay otra salida que la reinserción en la sociedad vasca y actuar con medios pacíficos a favor de las tesis políticas que cualquiera puede defender en una democracia consolidada y madura.

Se insiste en la tesis de que, con sus muertes, ETA presiona al Gobierno para que vuelva a negociar, y consiguientemente a ceder, para que la contemplación total de «la historia de ETA» sea algo más que una pavorosa sucesión de asesinatos. La tesis contraria es que la banda se cava cada vez más profundamente, con cada una de sus nuevas actuaciones, el foso de su propio enloquecimiento y de su asedio social, camino de larguísimas condenas de cárcel. Pero parece evidente que hay militantes etarras que no se resignan al abandono de sus tesis, ni siquiera después de medio siglo de sucesivas derrotas y de tener seiscientos etarras presos.

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