Fernando Jáuregui – Un golpe a Carrillo… y Don Joaquín se quedó solo


MADRID, 27 (OTR/PRESS)

Le pregunto a mi hija, jovencísima abogada en un gran bufete, si sabe quién era Joaquín Ruiz-Giménez. «Fue un padre de la Constitución, ¿no?», me contesta. Bueno, al menos se acercó un poco más que otro no menos joven periodista que me dijo que había sido ministro de la República. El caso es que, junto con Santiago Carrillo, con Manuel Fraga, quizá con Rodolfo Martín Villa y, desde luego, con el Rey y con Adolfo Suárez, Don Joaquín era una de las figuras clave vivas de nuestra memoria en el camino hacia la democracia: transitó desde el Gobierno de Franco hasta la oposición en un trayecto que le ganó el respeto de todos, de la izquierda, del centro y hasta de la derecha franquista «evolucionista». Ahora se ha muerto, tras muchos años de silencio, llevándose muchos recuerdos, quizá algunos secretos, acompañado de muchísimos afectos y provocando una inevitable comparación, aunque nunca las comparaciones fueron buenas, entre el calado de «aquella» clase política y la actual.

Era un hombre bueno, un caballero a la antigua usanza; a mí, personalmente, me dio mucho material para los libros periodísticos que entonces yo escribía, y para muchos informadores de la transición era una fuente clave. Decía lo que sabía, decía la verdad y estaba metido en todas las salsas de aquellos cenáculos y mentideros de los últimos años del franquismo y los primeros de la transición hacia la democracia.

Sus despistes eran legendarios, como su bonhomía: llegó a ir a los calabozos de la Puerta del Sol, sede entonces de la temible Dirección General de Seguridad, pidiendo ser detenido como otros líderes de la oposición política y sindical, porque había participado en la misma reunión clandestina en la que los capturaron. Pero ni siquiera le abrieron la puerta; dicen que a Franco le hacía gracia aquel hombre tan puro, tan ingenuo, tan íntegro, que había sido ministro del Régimen y se marchó, entre otras cosas porque era incapaz de soportar las brutalidades del mismo.

No era, sin embargo, una oposición tolerada la suya: era la que más dolía, porque era cuña de la misma madera de aquel sistema que cada vez tenía menos sentido, si es que alguna vez lo tuvo. Don Joaquín, a quien con simpatía llamábamos, en los ámbitos de la oposición periodística, «sor intrépida», como una película benévola y algo ñoña en boga, era de derechas, católico a machamartillo, jurista e incapaz de matar a una mosca. Era hombre, además, de honradez inconmovible, y dicen que poco apegado a las cosas de este mundo*siempre y cuando hacer política no sea algo considerado como cosa de este mundo.

Pese a su entusiasmo en el activismo político, tuvo mala suerte con sus aliados -nunca se entendió bien con su correoso correligionario Gil-Robles, ni con el hijo de este, con el que hizo candidatura democristiana- y peor en las urnas: sus mítines podían ser místicos, pero no inflamaban a nadie. Salía mucho más en los titulares de alguna prensa, que empujaba el tránsito hacia el fin de la dictadura, de lo que luego apareció en las papeletas de votación. Si Adolfo Suárez, cuando dejó la Presidencia y encabezó aquel partido suyo, el Centro Democrático y Social, llegó a decir amargamente «aplaudidme menos y votadme más», Don Joaquín podría haber exclamado algo parecido a «veneradme algo menos y votadme, al menos, algo».

Haciendo mis pinitos en un periódico madrileño liberal de la época, el Informaciones -A Franco le faltaban pocos meses para morir–, tenía previsto publicar en mi página una caricatura cuyo autor era uno de los aún hoy más conocidos dibujantes de humor de España; en el dibujo se veía a Santiago Carrillo, Felipe González, Tierno Galván y Ruiz Giménez con un ariete con el que trataban de derribar el «bunker» del franquismo, representado como una torre medieval defendida por Girón de Velasco, un «duro entre los duros» del Régimen, merecidamente hoy en el olvido (a Franco no era aconsejable, claro, caricaturizarlo). No le gustó al director del periódico el proyecto de dibujo, porque en él aparecía Carrillo, personaje prohibido por los censores del momento, aunque ocasionalmente se tolerase publicar su nombre -nunca una fotografía suya–.

«Que le den un golpe a Carrillo», dijo el director, apremiado por la hora de salida del diario. Se refería a que el regidor de la imprenta, con un punzón, eliminase la efigie del líder comunista antes de llevar el cartón a la platina (eran, sí, otros tiempos en el periodismo, los de la linotipia, anteriores al ordenador). Con mala puntería, el regidor no sólo eliminó la imagen de Carrillo, sino también las de González y Tierno y el periódico salió con Don Joaquín como único adalid de la oposición tratando de derribar, en solitario, los cimientos del franquismo.

No, no estuvo, contra lo que aquella mañana representamos en el Informaciones -lamentablemente desaparecido, como tantas cabeceras de la época _, solamente Don Joaquín frente a la dictadura. Pero fue una parte esencial en el engranaje de la lucha contra ella. Un político, ay, que era de otra era, de otra manera y de otra madera, y esta inevitable reflexión es lo primero que sentí cuando se confirmó oficialmente este jueves una muerte que llevaba muchos años anunciada.

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