Antonio Casado – Vandalismo en Pozuelo.


MADRID, 7 (OTR/PRESS)

Lo realmente grave es que los pijos de la sierra madrileña hayan descubierto algo más divertido que el botellón. Cuidado con el efecto contagioso en la larga secuencia festiva de la vuelta al cole: arranca en Pozuelo, termina en Las Rozas, pasa por Majadahonda y Villaviciosa de Odón, todos gobernados por el PP. Una ruta seguida por las mismas pandillas de residentes en una de las zonas con mayor calidad de vida de España. Adolescentes adictos al botellón y a la marcha hasta el amanecer durante los fines de semana de septiembre.

Cachorros del bienestar en medio de una geografía humana mayoritariamente conservadora. No es precisamente una reserva de rojos, al menos por herencia familiar. Y mucho menos de gente propensa al uso del terrorismo urbano en la defensa de sus convicciones o, simplemente, como una forma de hacerse entender. Sin embargo la otra noche estos hijos del culto al orden y lo políticamente correcto se soltaron la melena y practicaron exactamente lo mismo que tantas y tantas veces, sobre todo mirando al País Vasco, nos ha merecido el calificativo de «terrorismo de baja intensidad».

Hasta aquí, la descripción más o menos afortunada de lo ocurrido en la noche del sábado al domingo pasados en la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcón, con el balance ya conocido de 20 detenidos, 10 policías heridos y un desalentador paisaje después de la batalla (pelotas de goma, adoquines, contenedores reventados, botellas rotas, los restos humeantes de un coche policial*) que los servicios municipales se apresuraron a despejar el domingo de buena mañana.

Pero el comprensible deseo de abolir cuanto antes la memoria de lo ocurrido puede que no sirva para enfriar los ánimos de la controversia suscitada por la reacción policial en función del vandalismo de unos adolescentes empapados en alcohol. O al revés: por el vandalismo de unos borrachos que obligaron a una violenta reacción policial. Hay versiones, y tomas de postura, para todos los gustos, pero siempre con la inevitable tendencia a hacer de estos muchachos los únicos culpables.

Deberíamos esperar al menos a contar con el preceptivo informe policial del motín y sus causas, por una parte y, por otra, con las versiones de los jóvenes que, sin nada que ver con la pelea original entre un grupo reducido de ellos, se encontraron con la inesperada orden policial de apagar la música y terminar la fiesta a las tres de la mañana. Lo demás es fácilmente entendible en presencia de una masa informe de 3.000 ó 4.000 adolescentes, sobrados de energía y faltos de seso, que salen dispuestos a divertirse y no tienen precisamente alma de terroristas. Aunque si se hurga en ese avispero puede ocurrir lo que ocurrió.

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