“Nos paraliza el miedo a irritar a una población que, hagamos lo que hagamos, nos odia”.
Esa frase, de una de las cartas de su hijo, la cita el sargento retirado del cuerpo de Marines de los Estados Unidos John Bernard, en una petición a la senadora por Maine Susan Collins, para la que las nuevas normas de combate incrementan las bajas de los soldados norteamericanos en Afganistán .
El supremo comandante de las fuerzas norteamericanas y de la OTAN en Afganistán, Stanley McChrystal, restringió el recurso a los bombardeos aéreos y al apoyo artillero para limitar bajas de no combatientes entre los que se escudan los talibanes.
Con las nuevas normas, 96 soldados norteamericanos murieron en combate los pasados Julio y Agosto, por 42 en los mismos meses del año pasado. El número de no combatientes afganos muertos pasó de 151 a 19.
Poco después de escribirle a la senadora, el sargento Bernard supo que su hijo, el cabo Joshua Bernard, había muerto en una emboscada de los talibán a su pelotón, en la que pidieron para repelerla, sin éxito, apoyo artillero.
The Washington Post reveló un informe del general McChrystal evaluando las consecuencias de la aplicación de sus propias reglas de combate y en el que insta a sus superiores a “incrementar de forma radical” operaciones conjuntas con el ejército afgano contra los taliban.
Esas operaciones, advierte el general, supondrán a corto plazo un peligro mayor para las fuerzas de los Estados Unidos, “pero a la larga salvarán vidas”.
“Me preocupa”—dijo Susan Collins en la comisión del senado de servicios armados de la que forma parte—“que aumenten nuestras bajas para evitar bajas afganas”.
No es solo España la que se está preguntando si su implicación en el conflicto afgano tiene sentido, tras el ataque en que murió el cabo Ancor.
En todos los paises con fuerzas en Afganistán cunde el desánimo ante la creciente convicción de que se han implicado en un conflicto imposible de ganar.
El Presidente Barak Obama ha avisado que no enviará a Afganistan “ni un soldado más” hasta que se concierte una estrategia adecuada para la intervención.
Ya en Febrero, Henry Kissinger había advertido contra el más grave error de la intervención militar de su país en el conflicto afgano.
Señalaba que, como en otros en países extranjeros, también en Afganistan los Estados Unidos pretenden crear un gobierno central y respaldarlo para que extienda su control al resto del territorio.
Si en Vietnam e Irak fracasaron, todavía menos posibilidades de éxito tienen en Afganistán, apuntaba Kissinger, porque el poder del gobierno de Kabul nunca se extendió de forma eficaz a los jerifaltes tribales y religiosos.
Cada vez es más evidente que el error inicial de los Estados Unidos fue ayudar a los mujahidines a derrotar al ejército soviético que había invadido Afganistan para que cambiaran sus formas tribales de vida y adoptaran sistemas de organización de la sociedad que rechazan.
Los Estados Unidos ayudaron a los mujahidines—predecesores de los taliban a los que ahora se enfrentan–para que Afganistan no cayera en el comunismo, sin percatarse de que el comunismo puede evolucionar hacia la democracia, pero el integrismo islámico no.