MADRID, 10 (OTR/PRESS)
Ser periodista, contador de la historia que pasa, te da en ocasiones la posibilidad de estar en el sitio justo en el momento apropiado. Yo estuve allí en Berlín y en el otro Berlín en esa fecha histórica de la caída del muro. El malogrado Julián Lago, entonces en la cumbre de su carrera profesional dirigía brillantemente la revista Tribuna de Actualidad y tuvo la genial idea de que sus lectores recibieran junto a la revista como regalo un trozo de ese muro. Yo estuve allí para contar lo que estaba ocurriendo y para transmitir a los lectores lo que ese trocito de hormigón significaba. Todos los periodistas desplazados para la ocasión éramos conscientes de que vivíamos el final de una era, de que nos asomábamos por primera vez a lo que se escondía detrás del Telón de Acero, pero sobre todo vimos como la gente corriente, los ciudadanos de a pie quisieron ser los protagonistas de una historia que se resumía en una sola palabra: libertad.
Fueron días de emoción y de contrastes. De repente se caía el mito de la izquierda occidental, esa que reivindicaba el comunismo como una alternativa al capitalismo en términos de solidaridad e igualdad de los seres humanos. De repente vimos que al otro lado del muro los edificios eran grises, tanto como el ánimo de sus gentes, que eran más pobres, tenían menos derechos y estaban aprisionados por un sistema totalitario e ineficaz. Recuerdo el paso titubeante de los habitantes de la RDA hacia la zona occidental y también la sensación de miedo que tenían metida en el cuerpo, ese miedo que no hace falta explicitar con palabras porque se nota en el semblante y se intuye sólo con la mirada.
El Berlín del otro lado, el de occidente era una ciudad que se dibujaba en colores con un impresionante ambiente cultural donde los teatros y los cafés rebosaban actividad. Era una ciudad viva, cosmopolita y multirracial que en la noche se transformaba en un inmenso club de jazz. Berlín de un lado y del otro eran las dos cara de una misma moneda sólo que daba la sensación de que la moneda siempre caía del mismo lado. Pensábamos entonces, como así fue, que la caída del muro tendría un efecto dominó que arrasaría a su paso todos los abusos del régimen comunista y desembocarían en una Europa mucho más potente en lo político y en lo económico. Veinte años después persisten aun los desequilibrios, ha florecido la corrupción en muchos de los antiguos países comunistas y muchas cosas no han resultado ser como pensábamos pero la libertad ganó un espacio irrenunciable y nadie a estas alturas pone en duda que el mundo tiene menos barreras. Hay otros muros de la vergüenza hay otras barreras de indignidad y otras verjas que también deben ser derruidos. Hemos construido muros en la frontera del hambre para mitigar nuestros miedos, pero todos ellos tarde o temprano también caerán.