Fernando Jáuregui – Siete días trepidantes – ¿Debe el PP retirar el recurso contra el Estatut?


MADRID, 28 (OTR/PRESS)

Gentes del PSOE insistían, a finales de esta semana, en culpar al Partido Popular, por haber presentado el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut de Catalunya, de las alteraciones políticas ocurridas en estos días, incluyendo las menos que veladas amenazas contra el Tribunal Constitucional y contra el orden establecido procedentes de diversos medios e instituciones catalanas. Vaya por delante que nada me parece más falso que esa atribución de responsabilidades a un partido, el Popular, que, en pleno uso de su derecho -y quizá de su deber- político, presentó el recurso contra el Estatut elaborado en los tiempos de Pasqual Maragall con la connivencia, más o menos forzada, del Gobierno central presidido por Zapatero. Siempre creí, no obstante, que la presentación de ese recurso -y el PP no fue el único en hacerlo- era una error estratégico y táctico, que acabaría volviéndose contra quien lo presentó. Y ello, independientemente de que el texto estatutario contuviese elementos que forzaban, e incluso contradecían, la Constitución, que posiblemente los tenga, diga lo que diga, si es que alguna vez lo dice, el Constitucional.

Ahora, en el seno del PP, especialmente el catalán, empiezan a percibir la magnitud del error, como tengo para mí que en La Moncloa ya se han dado cuenta de la equivocación que supuso impulsar un nuevo Estatut que nadie, excepto el disparatado Maragall, parecía reclamar como imprescindible. Incluso entre los nacionalistas cunde, en privado, la versión de que «todo ha sido un disparate innecesario», y así lo he oído en boca de un destacado miembro de CiU. En efecto, ha sido todo un disparate, incluyendo el debilitamiento por los políticos del Tribunal Constitucional, que lleva ya años en la inoperancia, escandalosamente superado el período de renovación interno y más obedientes los magistrados al dedo de los partidos que los nombraron que a su deber de estricta independencia y rigor.

Así se llegó al dislate de nada menos que un presidente de una Comunidad Autónoma, máximo representante del Estado en la misma, José Montilla, amenazando, ya digo que ni siquiera veladamente, esta independencia del máximo órgano de apelación en España, una institución, el Tribunal Constitucional, calificada como «el corazón de la democracia» por Zapatero. Y así se llegó a la anomalía de un editorial conjunto de los principales periódicos catalanes, advirtiendo igualmente sin demasiadas veladuras de las consecuencias -movilización social- que tendría una sentencia contraria al Estatut por parte del TC. Eso, mientras desde otros puntos de España se ponía en práctica una «operación anticatalanismo» no menos inadmisible y torpe.

Repito, para evitar equívocos, que culpar al PP en exclusiva, como han hecho portavoces del PSOE, de todo el estropicio es falso y maniqueo. Pero al PP, a la vista de lo que está ocurriendo, con el desmoronamiento de la más alta instancia judicial española y el riesgo de fractura en una muy significativa Comunidad Autónoma, no le va a quedar otro remedio, que dar algún paso espectacular. Ignoro si, finalmente, pactará con los socialistas la renovación del TC, que ya va siendo hora, o si, haciendo caso a algún consejero áulico, dará, advirtiendo de que lo hace en evitación de males mayores, un paso unilateral y retirará su recurso contra el Estatut, posibilitando así un futuro pacto con Convergencia i Unió de cara a las elecciones autonómicas catalanas. La pelota, una vez más, está en el tejado de ese encuentro, cada día más trascendental y que ya no puede postergarse mucho más, entre Zapatero y Rajoy, quien ya ha comenzado ofreciendo a todos un pacto anticorrupción, oferta a la que, mire usted qué curioso, nadie ha respondido hasta ahora.

Claro que el Gobierno ha estado muy ocupado resolviendo el asunto del secuestro del Alakrana, del que ha salido bastante bien librado pese a las críticas a su gestión (si algo hubiera salido mínimamente mal hubiese habido varias dimisiones en el seno del equipo de Zapatero). Y ha estado igualmente atareado con esa ley de economía sostenible, mal acogida por los medios, que, en todo caso, tendrá que pactar con el PP. Y muchos afanes se los ha llevado la tramitación parlamentaria de la reforma del aborto, que tanta tinta ha hecho correr. E igualmente está agobiado preparando la presidencia de la UE, en la que todos recomiendan asimismo que habrían de participar las demás formaciones parlamentarias.

Quiero con todo ello decir que Zapatero tiene que plantearse de una vez un salto cualitativo hacia delante: el pacto con los «populares», incluyendo acaso la reforma de una Constitución que se va quedando estrecha ante las acometidas de la realidad. Ese pacto, que el presidente del Gobierno sigue rechazando, sería su gran paso de estadista, pero prefiere el vuelo alicorto y torpón de las continuas operaciones de imagen. De la misma manera que Rajoy quizá tenga que dar un paso valiente hacia el acercamiento, tan necesario, del PP a esa Cataluña que, mayoritariamente -dejemos de lado si todo esto es o no artificial y artificioso–, se ha lanzado a defender la integridad literal del Estatut como si de ello dependiera su existencia. Veremos si el líder del PP es capaz de vencer su tradicionalmente excesiva prudencia, vamos a llamarlo así. Lo cierto es que las dos grandes formaciones nacionales tienen ahora ante sí una oportunidad histórica de cerrar algunas heridas y de recuperar la confianza plena de los ciudadanos. Y no menos cierto es, ay, que casi nadie cree que vayan a aprovechar esta oportunidad.

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