MADRID, 4 (OTR/PRESS)
Tan comprensible es que los internautas se aferren a su espacio de libertad, como que los autores de obras «descargables», músicos y cineastas sobre todo, defiendan la necesidad de llevarse algún dinero por el uso de sus obras en la Red. Sin embargo, puede que unos y otros tengan una percepción algo distorsionada del asunto, o, dicho de otra manera, demasiadas e ilusorias expectativas sobre el particular. Pudiera ser, de una parte, que los primeros confundieran la gratuidad con la libertad, esto es, la barra libre por la patilla con beber lo que uno guste a precios asequibles, e incluso que confundieran la libertad con la libertad virtual, ficticia, que es, para qué vamos a engañarnos, la que se disfruta en Internet. Claro que los autores más o menos adscritos a entidades recaudatorias, tipo SGAE, no andan menos extraviados: suponen, no se sabe muy bien porqué, que si costara dinero descargarse lo que hoy no cuesta nada, la gente seguiría consumiendo lo mismo. La realidad, o cuando menos el sentido común y la experiencia aplicados a ella, nos dice que hay cosas que se consumen cuando no hay que retratarse, pero que si hay que apoquinar, se pasa de ellas. ¿Están seguros los autores de que si se acabara con la piratería de las descargas ilegales, y la gente tuviera que pagar por sus canciones y sus películas, lo seguiría haciendo como ahora? Me parece que aquí se ha hecho la cuenta de la lechera computando las rentas perdidas en función de lo mucho que se descarga ilegalmente ahora, lo que no se compadece con lo que se consumiría legalmente, o sea, pagando, después.
Pero hay algo particularmente triste en todo ésto, más allá de la inanidad de Sinde, de la desautorización de Zapatero, de las eternas compulsiones fiscalizadoras y controladoras del Poder o de las movilizaciones por la libertad virtual, y ese algo es la guerra abierta que enfrenta (en buena parte por dinero) a quienes, por necesitarse tanto, debieran andar en comunión fraterna: el autor y su público.
