Charo Zarzalejos – Cumbres, las justas.


MADRID, 17 (OTR/PRESS)

La gélida y ordenada ciudad de Copenhague ha sido durante estos días un foco de atención mundial. En principio, el motivo debería haber sido la cumbre para hacer frente al cambio climático para renovar el acuerdo-altamente incumplido- alcanzado en su día en Kioto. Sin embargo ha sido la fenomenal desorganización, la falta de trabajo previo, de mínimos compromisos que hubieran permitido iniciar la andadura con menos ansiedades e incertidumbres, y el descomunal y absolutamente innecesario números de asistentes los que han convertido a la cumbre del clima en una especie de vodevil que, en ningún caso, va a superar a los compromisos de Kioto.

La convicción de que sólo una drástica reducción de emisiones de CO2 puede evitar en el futuro no muy lejano desastres de difíciles predicción ha convocado a los poderosos del mundo. A los poderosos y a los que quieren serlo pese a que nuestro Presidente, en un intento último por salvar los muebles del encuentro, dijera que «esto no es un debate entre países pobres y ricos». Pero en el fondo, y desgraciadamente, lo es. Y lo es porque en la medida que las emisiones de CO2 están vinculadas al crecimiento, a la industrialización, al bienestar, los pobres no acaban de entender porque ellos tienen que sacrificar lo que otros antes no han sacrificado y, en cierto modo, les ha permitido llegar a donde están.

Buena prueba de ello han sido y son las históricas reticencias de China y Estado Unidos a quienes el Presidente del Gobierno ha pedido que no pueden defraudar ni quedarse atrás. Cuando se escriben estas líneas quedan pendientes las intervenciones de Obama y Hu Jintao y todo apunta a que si finalmente se llega a un compromiso será un compromiso de mínimos, para salir del paso, para poder decir que no todo se ha perdido. Todo lo que no sean compromisos precisos en tiempo y dinero, con calendario en mano y la consiguiente rendición de cuentas será una pérdida de tiempo y ahogar expectativas.

Esta cumbre y otras que antes se han celebrado –¿se acuerdan de aquella en la que se iba a reinventar el capitalismo?– y las que vengan tienen la primera obligación de recobrar prestigio, de buscar una organización precisa y pautada, con las personas adecuadas y los deberes hechos. Cuando se haga balance del encuentro de Copenhague no será difícil concluir que ha sido un ejemplo de incompetencia aunque se salven los muebles. Pero para eso ya estaba Kioto. Ahora se trataba de dar un paso más, de actuar con mayor contundencia y, sobre todo, con más compromiso de quienes en realidad pueden de verdad influir de manera real como son China y Estados Unidos. Nuestro Presidente ha propuesto «unir el mundo para salvar la tierra que no pertenece a nadie salvo al viento». Como frase está muy bien pero si de algo hay conciencia, sobre todo en los países pobres y que quieren dejar de serlo, es que del viento no se vive y mientras la ciencia, la investigación no avance de manera sustancial y sea accesible a esos países que quieren ser tan ricos como los que durante décadas han venido contaminando el mundo, al Presidente le podrán decir que la tierra es de quien se la trabaja. La vehemencia de última hora, llena de buena fe, no puede anular tanto desastre previo.

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