Francisco Muro de Iscar – Adiós a un jesuita inmenso.


MADRID, 29 (OTR/PRESS)

Se nos ha ido, por sorpresa, sin hacer ruido, un jesuita inmenso, comprometido como nadie con las víctimas, sabio y santo, valiente y solidario. Se llamaba Antonio Beristain Ipiña, tenía 85 años y un corazón que no le cabía en el cuerpo. «La muerte, decía Mauriac, no nos roba los seres amados, al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo», pero yo siento hoy la soledad de su ausencia y no volveré a recibir ningún correo electrónico suyo, siempre generoso, siempre incitando a seguir de pie, a no callar, a no sentir miedo del miedo. Y las víctimas no volverán a tener el apoyo de este sacerdote, catedrático emérito de Derecho Penal, fundador y director del instituto Vasco de Criminología, que elaboró la doctrina de la Victimología y que puso a las víctimas delante, para que se las viera, para que no se las olvidara, para que se respetaran sus derechos, para que tuvieran reconocimiento público.

Le descubrí en 2005 cuando recibía el Premio Derechos Humanos del Consejo General de la Abogacía. En apenas unos minutos, desgranó toda una filosofía del derecho de las víctimas, «que jamás provocan su victimación, que jamás responden con la realización arbitraria del propio derecho». Pidió que se acrecentara nuestro respeto a los derechos humanos y que procurásemos su desarrollo, que no buscáramos «unos derechos humanos mejores, sino algo mejor que los derechos humanos». Ese «algo mejor» eran los «derechos víctimales, los que giran alrededor y en favor de las víctimas». Acuñó un nuevo concepto que deberían aplicar siempre los jueces y los ciudadanos y que no deberían olvidar nunca los políticos. Junto al clásico «in dubio, pro reo», este viejo y sabio profesor, defensor impenitente de los derechos de los más vulnerables, propuso una formulación cargada de inteligencia y sensibilidad: «in dubio, pro victimas», en la duda, a favor de las víctimas. Siempre. Y lo decía, alto y claro, en el País Vasco, donde durante muchos años las víctimas tenían que esconderse o soportar la presencia cercana de los asesinos y de sus cómplices.

Este jesuita, nacido en la vallisoletana Medina de Rioseco, pero vasco desde su niñez y para siempre, que no dejó de trabajar hasta el pasado 23 de diciembre, cuando se encontró indispuesto, al que Setién le prohibió predicar en público en 1984, que acudía a consolar a las víctimas, pero que también visitaba en las cárceles a presos de ETA, decía que en la tierra vasca se hablaba de paz, pero no de justicia. «Y la paz, decía, es siempre fruto de la justicia».

Ha dado su vida personal y política por los derechos humanos de los más vulnerables, de las víctimas, y la sociedad vasca y la española deberían reconocer el gran valor de este hombre por poner encima de la mesa, con valentía y dignidad, los derechos de las víctimas. El ya no lo verá, pero si alguien no lo hace, no habremos hecho justicia con este catedrático de los derechos de las víctimas. Decía Beristain que hay «una fuerza invencible que brota de la debilidad, de la vulnerabilidad de las víctimas… como de las tinieblas brota la luz». Ojalá siga brotando siempre la luz de este viejo y admirado maestro.

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