Isaías Lafuente – Contrastes.


MADRID, 21 (OTR/PRESS)

Esta semana amigos y compañeros de celda y de partido han rendido homenaje a Marcos Ana en su noventa cumpleaños. «Cumplo 90 años de edad, pero 67 de vida», matizó él, restando los 23 que consumió en las cárceles franquistas donde entró por primera vez siendo un chaval. Marcos Ana encarna la fiereza del régimen que lo persiguió con saña, que le robó media vida, que lo torturó y lo condenó a muerte por dos veces. Y encarna la dignidad de quienes defendieron la legítima república durante la guerra y después lucharon por el retorno de la democracia frente a Franco. Por estas razones estuvo confinado en el campo de concentración de Albatera antes del larguísimo paréntesis carcelario. Compartió prisión con Miguel Hernández y acompañó y despidió a muchos compañeros antes de ser fusilados. El tiene la suerte de contarlo y nosotros la de poder escuchar aún su testimonio.

El mismo día en que Marcos Ana recibía este homenaje, la Fundación Francisco Franco denunciaba como «injusticia histórica» la «furia iconoclasta» del gobierno actual contra los símbolos franquistas, que está retirando definitivamente de los edificios públicos. Dice la fundación que con ello se está intentando apagar la «fecunda obra que permanecerá en la memoria colectiva de los españoles». No escogió bien el día para hacer el alegato porque, restando a los fanáticos del dictador, si alguien en España tiene dudas sobre la fecundidad del régimen franquista, enseguida se disipan ante testimonios de vida tan imponentes como el de Marcos Ana.

Lo dramático es que los hombres y mujeres de su generación van desapareciendo sin que hayamos resuelto definitivamente las cuentas pendientes con nuestro pasado. Y lo perturbador es que a cada paso que se da en este sentido nos encontramos con el coro de apologistas del dictador, reducido pero pertinaz.

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