Charo Zarzalejos -El volcán.


MADRID, 17 (OTR/PRESS)

Los desastres naturales han acompañado la historia de la Humanidad. Lo ocurrido en el volcán islandés, de nombre imposible, no es algo inédito. Hace 200 años, también por aquellas tierras ocurrió algo similar y no es raro que los volcanes no aguanten más y decidan hacer estallar su ira. No hace mucho tiempo hubo una erupción similar en Sudamérica, pero en una zona despoblada y carente de tráfico aéreo.

Ha ocurrido que el volcán de nombre imposible ha estallado en la opulenta y acomodada Europa. Lo ha hecho en Islandia, muy cerca de donde el mundo acaba, pero sus efectos han paralizado los aeropuertos más modernos del mundo, desafiando las máximas medidas de seguridad. Los efectos del volcán, esa inmensa nube cargada de partículas que actúan a modo de cuchillo si tropiezan con aviones, se han burlado de la sofisticación de nuestra seguridad.

Son millones de europeos los acampados en cientos de terminales. Para salir del enredo se han fletado autobuses y los coches de alquiler se han convertido en el objeto del deseo. Una vez más, la realidad supera la ficción, aunque en muchas ocasiones la ficción se adelante a la realidad, como ocurrió con el terrible atentado contra las Torres Gemelas. Acontecimiento similar fue recreado muchos años antes en una de las muchas aventuras de, si no recuerdo mal, Spiderman.

Del enfado del volcán de nombre imposible se pueden extraer algunas conclusiones. Todas ellas sabidas, pero no por ello no dejan de resultarnos extraordinarias. Una de ellas es la levedad, la vulnerabilidad de los humanos ante las tragedias naturales. Es verdad que los efectos no son los mismos según donde ocurran. Un terremoto en un país pobre causa estragos; en un país rico los daños son limitados. Pero ni en un caso ni en otro, nosotros, los humanos, el invento más perfecto del mundo, podemos hacer nada. Nada podemos hacer por evitar un tsunami, el desbordamiento del mar o el enfado de un volcán.

Es fácil concluir también que nuestra interdependencia ya no tiene límites. El volcán de nombre imposible está casi donde el mundo acaba, enterrado bajo un glacial; pero nuestros maravillosos aviones han ocupado un espacio que pertenece a la madre Naturaleza, y ahí están todos parados, con pérdidas millonarias. Sin poder hacer otra cosa que esperar a que el viento -dueño y señor de sus movimientos- tenga a bien librarnos de la nube de cenizas. Nunca sabremos cuantos negocios han quedado sin cerrar, cuanto material sensible se ha quedado donde estaba y cuantos abrazos deseados y planificados han quedado en suspenso, como las cenizas del volcán. Es llamativo que la UE, ese supuesto macrogobierno, a día de hoy no haya dicho nada sobre lo ocurrido.

Este acontecimiento, así como la amenaza terrorista que Obama se encarga de recordar, nos obliga a aprender a convivir con el riesgo, la incomodidad y lo imprevisto. Deseosos de máxima seguridad, impacientes ante el mínimo retraso, sin cintura para aceptar el más leve contratiempo, nos quedamos atónitos cuando descubrimos que no todo lo podemos controlar, que no todo es perfecto y seguro. Y es entonces cuando surge la ansiedad, al comprobar que no somos dioses. Este volcán de nombre imposible nos lo ha recordado de manera incontestable.

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