Andrés Aberasturi – Luz, más luz.


MADRID, 28 (OTR/PRESS)

Pero realmente ¿cuál es el problema? Pues sencillamente: que la realidad se ha impuesto sobre ese imposible del presidente Rodríguez Zapatero que siempre estuvo convencido de lo contrario, de que sus sueños, sus deseos, su voluntad eran los buenos y por tanto cambiarían la ajena, terca y aburrida realidad. ZP quiso que el mundo y España fueran lo que él pensaba y eso explica muchas cosas de su reinado. Empezó a mandar en un país próspero y bien colocado al que sólo el tremendo zarpazo terrorista del 11-M le sobrecogió apenas unas horas antes de las elecciones, unas elecciones que nunca debieron celebrarse en aquel momento de dramática confusión y menos aun con el añadido de ciertas prácticas que la Historia se encargará de calificar alguna vez. Pero eso es pasado y lo único que cuenta ya es que ZP ganó unas elecciones que tenía perdidas pese a la gran equivocación aznarista de la guerra de Irak. Y tal vez por eso, de la misma forma que el PP no logró entender durante muchos años aquella derrota, es posible que tampoco Zapatero se explicara su triunfo y sólo pudiera atribuirlo a un designio superior que le había puesto allí para cambiar, sencillamente, la Historia.

Y lo intentó. Quiso refundar la democracia española porque el producto de una transición que hasta entonces se había presentado siempre como ejemplar, le venía ya pequeño y entendió que había que cambiar el modelo y revisar el pasado. Nadie lo pedía ni era la principal demanda de ningún grupo, pero algo había que hacer para entrar en la Historia por la puerta grande a falta de otros problemas. El resultado de esa revisión al alza nos ha llevado ahora a plantearnos no ya si realmente era necesario el cambio, sino a cuestionar si el modelo autonómico es siquiera sostenible. Quiso acabar con ETA -obligación de todo lo gobernante- y cuando le avisaron de que el intento había fracasado, siguió sin hacer caso y ni los dos muertos de T-4 pudieron cerrar de golpe una puerta que según muchos -no yo- aun puede que esté sólo entornada. Como España le venía pequeña, se inventó el Diálogo de Civilizaciones que era un buen título para un ensayo pero un foro sin ningún futuro al que algunos se apuntaron por estética pero sin ninguna fe ni el menor interés.

Y en eso estaba cuando estalló la crisis global. No quiso oír las voces agoreras ajenas ni las más realistas de los suyos y se fue desprendiendo de todos cuyos análisis de la realidad no coincidían con su optimista percepción. Y no solo se negó tercamente a taponar la sangría que se avecinaba sino que hizo, en una desesperada e inocente huida hacia delante, justo lo contrario de lo que convenía hacer. Una vez más esperaba que el mundo se aviniera a sus deseos y quienes le rodeaban, los pocos que aun tenía, ni se atrevía a decirle la verdad o estaban tan «enzapaterados» que no veían por sus ojos sino por los de su presidente.

Y en eso estaba cuando llegó la presidencia europea y el espectáculo que iba a ser planetario resultó patético. Luego llegaron las llamadas de unos y de otros y el presidente -tal vez- se dio cuenta de pronto de que el dios que le había elegido para cambiar el mundo, estaba de vacaciones. Solo, abandonado por la izquierda de la que presume, por los nacionalistas a los que prometió sin poder prometer y por la derecha a la que quiso aislar en un absurdo intento de arrinconar a diez millones de voces, se presentó al pleno mudo, ausente, sintiéndose íntimamente incomprendido por todos y tal vez se preguntara desde el silencio de su banco azul viendo cómo las críticas se estrellaban contra su perplejidad, cómo era posible que ningún grupo parlamentario, que nadie allí, ni los que le salvaron con su abstención, se diera cuenta de que las cosas no eran como eran sino como él las veía.

Y en esto estaba y en eso debe seguir hoy, pidiendo en la soledad de La Moncloa, luz, más luz. Pero la luz, ay, solo alumbra tinieblas.

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