Charo Zarzalejos – El pelotón.


MADRID, 19 (OTR/PRESS)

Ayer, como es natural, José Saramago fue el protagonista en las portadas de los periódicos y en las aperturas de los informativos. Se lo merecía. Después de 86 años llenos de lucidez y de dudas, entregados a hacer arte con las palabras, su muerte, precedida por días de silencio pero de sonrisas que anunciaban su despedida, ha sido un acontecimiento. Un justo acontecimiento. El silencio que desprende su cuerpo es un silencio especial. Es el silencio que viene después de haber sabido entrelazar bellísimas palabras. El silencio que deja Saramago es el silencio de quien vivió y murió en el merecido reconocimiento.

Otra muerte, la del asesino Lee Gardner, también ha quedado registrada en las crónicas terribles de los periódicos. Es muy probable que ya no se hable más de un episodio que produce náuseas y asombro. Lee Gardner era un asesino y como tal fue juzgado. Se le aplicó la justicia prevista en el estado de Utah, en donde, al igual que en otros estados de Norteamérica, la pena de muerte está vigente. Aquí, además se daba la macabra circunstancia de que el reo podía elegir la forma de su propia muerte: inyección letal o fusilamiento ya que cuando fue juzgado esta última modalidad aún estaba vigente. Eligio el fusilamiento, no se sabe bien si por dotarse de una cierta épica o porque la muerte es más rápida. En cualquier caso, una atrocidad.

El incurrió en terribles delitos, porque terrible es quitar la vida a un semejante; pero la justicia, en ningún caso, puede incurrir en la desfachatez, en el espanto de disponer de la vida de un ciudadano. Esa vida no le pertenece. No pertenece a las dictaduras, ni mucho menos a las democracias. Las dictaduras, y por ello lo son, no tienen límites morales, ni éticos ni legales; pero las democracias son, deben ser, otra cosa. Por ello, estremece leer las crónicas de la ejecución de Lee Garnerd, pero no estremece menos comprobar como en Estados Unidos, tierra de libertad y de oportunidades para tanto millones de seres humanos, asuma sin mayores temblores la pena de muerte como lo hacen en otros países que están en las antípodas políticas, culturales y religiosas de los estadounidenses. Estremece saber que nadie con autoridad ha movido un dedo para que la pena de muerte le fuera conmutada por la cadena perpetua. ¿Qué aporta esta ejecución salvo un toque de vergüenza para la democracia americana? ¿Han vuelto a la vida las víctimas del ejecutado? ¿Disuade esta ejecución a los asesinos potenciales?

Seis correas, capucha en la cabeza, diana en el pecho y un pelotón de cinco policías voluntarios. Ninguno sabrá si fue su bala la que propicio la muerte puesto que había una de fogueo. Pero, ¿qué impulso o creencia puede llevar a un hombre a formar parte de un pelotón de fusilamiento? ¿Qué sentido del deber o del patriotismo tan perverso hay que tener para que no tiemble el pulso y disparar a muerte a un hombre, por asesino que sea, atado y encapuchado?

Después de los tiros, el silencio. Ese silencio especial que se instala tras el último aliento de cualquier ser humano y el silencio en el que todos nos instalamos una vez superado el asombro inicial que produce tanto horror.

El fusilamiento, como forma de ejecución, ha sido abolido en Estados Unidos, pero están en plena vigencia la silla eléctrica y la inyección letal. El Presidente Obama continúa representando muchas esperanzas. Su discurso tiene las suficientes dosis de esa épica tan necesaria para quitar vulgaridad a lo cotidiano. Le queda mucho mandato por delante, pero ¿encontrará momento para clamar en contra de la pena de muerte en ese su gran país? Debe hacerlo, como ya lo hicimos los españoles aboliéndola tanto para civiles como para militares. No puede ser que Estados Unidos comparta lista con países como Irán o China. ¿Dónde está escrito que con esta ejecución, y todas las ya habidas y las que vendrán, los estadounidenses son más libres y seguros? En ningún sitio, porque tras la muerte se impone el silencio del pelotón que guarda sus armas.

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