Fernando Jáuregui – Todos olvidan, por ejemplo, la reforma de la Constitución.


MADRID, 25 (OTR/PRESS)

El presidente del PP, y parece que cada día candidato más firme a la presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy, desgranó este viernes la lista de las reformas más urgentes que, a su juicio, deben emprenderse cuanto antes para modernizar la economía (y la sociedad) española. No hubo demasiadas novedades, a mi entender, aunque sí pienso que el líder de la oposición sistematizó bien el conjunto de avances y cambios necesarios para acabar con algunas rémoras y vicios que tienen planteadas las estructuras españolas desde hace años. En este plantel de propuestas, ya digo que en mi opinión aceptables, Rajoy olvidó –bueno, no olvidó, sino que omitió–, sin embargo, algunas cuestiones fundamentales.

Porque entiendo que no bastan, con ser importantes, las reformas educativa, fiscal, del mercado de trabajo, del sistema energético, de las administraciones públicas e institucionales, que planteó Rajoy en su multitudinaria comparecencia en un desayuno ante periodistas, empresarios y correligionarios. Sobre todo, no podemos conformarnos con casi el mero enunciado de estas cuestiones, junto con la del fortalecimiento de la unidad de mercado, para afirmar que ya está prácticamente elaborado un programa de Gobierno alternativo al de Zapatero. Entiendo que hace falta más, mucho más.

Aun reconociendo el esfuerzo de Rajoy por elaborar un conjunto de medidas cuantificables, y el mérito (insuficiente: hace falta un Gobierno de coalición) de ofrecer un cierto pacto al PSOE en torno a ellas, pienso que las reformas necesarias son de mucho mayor calado y amplitud. Y que, antes de lanzarse a diseñar un «contraprograma» de siete puntos, como hizo este viernes, Rajoy debería haber delimitado los grandes campos de actuación de lo que debería ser un macroacuerdo suscrito por al menos los dos grandes partidos nacionales.

Empezando, desde luego, por una propuesta de reforma de la Constitución. Cuestión que nadie se atreve a abordar («no hay que abrir ese melón tan complicado», te dicen), pero que irrumpirá inexorablemente, más pronto que tarde, en el panorama nacional. Ni determinados artículos, obsoletos (como mero ejemplo, la Constitución aún habla del servicio militar obligatorio), ni algunas importantes omisiones (Europa, Internet), ni temas clave que han quedado anticuados (en mi opinión, todo el Título VIII, dedicado al Estado autonómico), pueden permanecer mucho tiempo inalterados en nuestra Carta Magna. Como tampoco pueden hacerlo algunos puntos potencialmente conflictivos, como el orden de prioridades en la sucesión a la Corona. La reforma de la normativa electoral, en parte también constitucionalizada, se va haciendo igualmente urgente, dados los desequilibrios y hasta las injusticias que potencia.

Ya sé que todo esto es acaso menos acuciante que abordar con carácter inmediato las reformas económicas que vienen impulsadas por la coyuntura y también por la Unión Europea, pero nadie me podrá negar que se trata de asuntos también de enorme importancia, que tienen que ver directamente con la marcha de la democracia.

Y España está sumida en una crisis económica, sí, pero estimo que también en una crisis política e institucional de enorme envergadura, aunque no falten políticos y comentaristas acomodaticios de todos los bandos que traten de quitar trascendencia a síntomas como esa desconfianza de los ciudadanos hacia la clase política que patentizan las encuestas, o el desbarajuste autonómico que se hace notorio en cada esquina.

Pienso que un debate sobre el estado de la nación como el que viene no debe convertirse solamente, ni siquiera fundamentalmente, en el debate sobre la situación económica de dicha nación. España es, sí, un gran país, sometido no obstante a demasiados vientos huracanados que amenazan con derribar árboles y techos protectores de inoperancias, estancamientos y derechos adquiridos. Ha llegado la era del cambio, con todas sus consecuencias; un cambio pactado, cauteloso pero sin miedos ni excesivas prudencias. Pero de este verdadero cambio ni Rajoy ni Zapatero, empeñados en sus cosméticas lampedusianas, varados en sus debates de «duelo a garrotazos», quieren hablar jamás.

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