Rafael Torres – Al margen – La «ch» y la «ll».


MADRID, 17 (OTR/PRESS)

La «ch» y la «ll» ya no son letras. Las academias de la Lengua Española han inclinado definitivamente la cerviz ante la rudimentaria funcionalidad del inglés, y ya no soportan la hermosa, rica y sorprendente complejidad del español. Es cierto que han tenido que recular en su intento rematadamente rupestre de convertir la uve y la be en «be baja» y «be alta» en su nuevo catecismo ortográfico, así como en el de llamar «ye» a la elegantísima i griega, pero ni los acentos que salpimentaban graciosamente los aparentes monosílabos o el que distinguía la «o» entre números del cero, ni, desde luego, la ché y la elle, se han salvado de la borrachera simplificadora de la actual turba académica. Impotentes para cumplir su función, que es la de elevar a la ciudadanía a las alturas del refinamiento y la corrección lingüística, los académicos han optado por el camino contrario y facilón: rebajar el idioma, esto es, la ortografía que lo limpia, lo fija y da esplendor, al uso misérrimo y deplorable que la mayoría le da en el presente.

Se ve que las academias americanas han presionado lo suyo para lograr esto que se nos presenta como una «normalización» unificadora del idioma, pero el idioma ¿para qué necesita normalizarse ni unificarse? El idioma necesita saberse. Los colombianos, los puertorriqueños, los mexicanos y los españoles hablan y escriben distinto, pero todos se entienden, y en esa diversidad reside, o residía, la riqueza de nuestra lengua. La propiamente española, la que se habla aquí, debería haber sabido preservar también sus peculiaridades, siquiera en atención a su naturaleza matriz, y a la «ch» y a la «ll», que eran letras porque nos daba la gana y porque no hay ninguna razón para que no las haya dobles, no sólo no había que degradarlas a la desairada condición de dígrafos, sino que había que hacerles un monumento.

La RAE se suma, en fin, a la moda de los tiempos: igualar por abajo. Debería matarse para que la gente leyera y disfrutara de ese tesoro que hoy desprecia, su lengua, pero prefiere, porque no da para más, cargarse las letras más absurdas y españolas de todas.

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