Otra televisión es posible (I)

En el mundo en el que me muevo oigo constantemente quejas y lamentos sobre los contenidos de las parrillas de la televisión actual. Los más avispados y algo “conspiranoicos” están seguros de que en los tiempos del Nuevo Orden Mundial se ha diseñado una manera diferente de concebir y programar la TV, con unos fines nada inocentes.

El mundo parece ir más deprisa que nunca. Lo que hoy es noticia espectacular, mañana engrosará el archivo de acontecimientos pasados. Estamos asistiendo a un cambio social sin precedentes en la historia. Muchos de los valores y principios que habían regido hasta ahora nuestra existencia, se han saldado como si de objetos obsoletos e inservibles se tratara.

Los medios de comunicación social, en particular los audiovisuales, tienen mucho que ver en este cambio de paradigma, la TV en primer lugar. No vamos a caer en el error de culpar a la televisión de todos nuestros males, pero sí conviene reflexionar sobre el papel que “la reina de la casa” interpreta en este cambio social a gran escala que se viene desarrollando en los últimos treinta años, aunque de un modo más visible y radical en la última década. La llamada caja tonta fue concebida como un servicio al ciudadano. Los empresarios televisivos vieron una manera de invertir su dinero en un negocio con futuro pues se acercaba la era de la comunicación. Esa era la idea prístina que tenía el ciudadano medio, muy lejos de imaginar cómo se gestan determinados cambios, cómo se lanzan campañas para moldear la sociedad, cómo nuestros gustos son conformados y nuestras ideas imbuidas en gran parte por personas a las que nunca hemos visto ni oído.

La televisión, creada para informar, educar y divertir, se ha ido apartando de sus fines primigenios hasta transformarse en un staff de los ideólogos del mundo nuevo y feliz, con el cometido de arraigar tendencias, modas e ideologías. En definitiva, cambiar la naturaleza del hombre. No importa que vaya en contra de lo que se considera recto. No importa que destroce valores que a lo largo de cinco mil años de historia han ido enraizando en nuestra cultura. La seducción subliminal del mágico juguete es capaz de moldear el pensamiento del hombre que, sin darse cuenta, va configurando actitudes y formas mentales completamente ajenas a sus principios básicos. O, cuando menos, dosis de tolerancia inesperada le hacen concebir opiniones relativistas y banales.

Que la televisión está cambiando al ser humano es algo asumido. Hace más de una década que Giovanni Sartori alertaba sobre la influencia de la televisión en el mundo civilizado, jugando con los términos homo sapiens en cuanto a ser único entre los primates por su capacidad simbólica, y homo videns, el ser humano actual que está perdiendo la capacidad de abstracción, que ve aunque no entienda, porque lo importante es el bombardeo de imágenes.

Muchos años antes, George Gerbner y su grupo de investigación, a pesar de las críticas de sus detractores sobre su teoría del cultivo, establecieron que la televisión “cultiva” una serie de opiniones, tendencias e ideologías que acaban instaurándose en la sociedad. La televisión, no refleja la realidad; nos muestra una realidad ficticia que acaba imponiéndose.

Y, anteriormente, el denominado “determinismo tecnológico” de McLuhan dibujaba un cambio de paradigma social debido a los medios audiovisuales de un futuro electrónico próximo que transformaría el mundo en una aldea global. Ya quisieran los exegetas de Nostradamus que sus profecías tuvieran el rigor de las del profesor canadiense.

La globalización nos ha hecho compartir intereses comunes pero, a través de los medios audiovisuales, se ha globalizado la vulgaridad, el mal gusto, la violencia y la maldad. Lo peor de la sociedad lo tenemos presente en las pantallas a dosis elevadas. Las cotas de violencia son exageradas e irreales porque eso genera audiencia. Por fortuna, niños no asesinan a niños a diario, ni jóvenes matan a sus padres con una catana influenciados por los dibujos manga. Sin embargo, lo que se ve ejerce una influencia en la vida cotidiana de las personas. Ello, por una parte, crea el efecto imitación o contagio, y por otra, desencadena un estado de pesimismo generalizado y la necesidad de que el papá Estado nos proteja; y para protegernos es necesario que nos controle; y para ello tenemos que entregarle nuestra intimidad e incluso nuestros pensamientos. Es el sueño de todo régimen totalitario.

La televisión muestra cierta realidad, que bien teledirigida alimenta a la masa que se mimetiza una y otra vez en los patrones de conducta que transmiten las imágenes. Violencia y sexo en TV es, a menudo, un binomio inseparable. La delincuencia y los delitos en general han aumentado exponencialmente en los últimos años. Algunos expertos culpan a la TV de la violencia sin causa de niños y adolescentes. Se imita lo que se ve, y lo que se emite no es precisamente un modelo a seguir. Lo saben los políticos, los accionistas de las cadenas, los gestores, los patrocinadores, los educadores y los padres. ¿Quiénes son los responsables?

(Continúa en: «Otra televisión es posible (II)»)
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Por Magdalena del Amo
Periodista y escritora
Directora de Ourense siglo XXI
Directora y presentadora de La Bitácora, de Popular TV
www.magdalenadelamo.com
[email protected]
(20/07/2011)

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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