Amy Winehouse, otro ídolo caído.

Cuando al gran compositor y ferviente católico Karl Brunner, le preguntaron sobre el más allá, dijo: “Cuando llegue ante Dios, le tocaré mi novena y seguro que me abre sus brazos”. Seguro que no le fue necesario presentar ese credencial para ser admitido en el Paraíso, como tampoco necesitó Amy Winehouse cantarle a Dios, hace sólo unas horas.

Los éxitos de sus álbumes Frank o Back to Black; sus nominaciones a los Mercury, sus cinco Grammys, el Brit Award como mejor artista británica, amén de otros galardones, son el premio a una carrera profesional, mimada por los críticos musicales de los medios especializados.

Su voz de contralto bajo con diversos registros le permitió interpretar géneros tan dispares como soul, jazz, rock o ska. Pero sus éxitos profesionales se vieron enturbiados en muchas ocasiones por su trayectoria vital autodestructiva. Quizá la más sonada fue cuando Estados Unidos le denegó el visado por sus antecedentes en el uso y consumo de drogas y no pudo asistir a los Grammy.

Este icono de la juventud, inmersa en un bucle sin fin, padecía trastornos alimentarios, depresión y era adicta al consumo de sustancias varias: cocaína, éxtasis, ketamina o crack. Los centros de desintoxicación fueron lugar de parada y fonda para este ídolo del pop. Son conocidas sus comparecencias en público completamente ebria, y sus apariciones nocturnas desordenadas y medio desnuda.

La muerte de Amy Winehouse y su vida de excesos no son una excepción en el mundo de la música pop, y más en concreto en el rock. Rock y drogas parece ser un binomio inseparable. Las vidas de los ídolos musicales no son precisamente un ejemplo. Casi sin excepción están inmersos en un mundo sórdido, de excesos en todos los sentidos que propicia que muchos tengan muertes prematuras por sobredosis, suicidio o asesinados por alguien del entorno. No son un ejemplo para nadie, y sin embargo, el marketing manipulador diseñado por las casas discográficas y el propio sistema, capta las mentes de los jóvenes y los convierte en adoradores de ídolos de barro. Esto no es casual. Es una estrategia de control de masas creada por expertos en control de la conducta humana.

LA MÚSICA COMO CONTROL DE MASAS

Si echamos la vista atrás, antes de los años cincuenta en muy pocos hogares había un aparato para oír música, y muy pocas personas tenían cultura musical. Existía la música clásica, las bandas y la música de las orquestas populares. A partir de los sesenta la música se masificó, se empezó a comercializar el tocadiscos y los discos de vinilo, y comenzaron los programas musicales en TV.

En los sesenta, por designio de los controladores del mundo, empezaron a proliferar los grupos de rock, no de una manera natural, consecuencia de los años de bonanza una vez superada la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, sino como arma de control de masas. La manipulación a través de la música y la televisión empezó prácticamente al mismo tiempo.

Theodor Adorno fue el encargado de elaborar una teoría social del rock and roll. En su obra Introducción a la sociología de la música habla de “programar una cultura musical de masas como una forma de control social masivo mediante la progresiva degradación de sus consumidores”. Como experto en la conducta humana, teoriza sobre el lavado de cerebro o atontamiento obligatorio; explica las reacciones y emociones inconscientes que se producen cuando se oye una canción o varias de manera repetida y la identificación con lo que representa. Y también cómo, de alguna manera, queda aislada la individualidad al integrarse en el alma grupal que conforma el conjunto, léase fans.

Lo que ocurre hoy en los conciertos es la concreción de los descubrimientos de Adorno. ¡Cuántas veces nos hemos sobrecogido cuando en un concierto, entre la neblina, hemos visto cómo centenares o millares de manos en alto se balancean a un lado y a otro, tarareando la canción a petición del cantante que está en el escenario! La escena es como un ritual de socialización, en un sentido, comparable a la adicción. Existe un paralelo con los alcohólicos de fin de semana, que beben cuando están en grupo, para integrarse y para conseguir ser, al menos durante unas horas, lo que anhelan y no son en su vida cotidiana.

Este tipo de música tiene un efecto casi hipnótico. Los “40 principales”, aunque nos suene extraño, tampoco es algo inocente. Según apunta Paul Hirsch en un informe de la Universidad de Michigan, después de la Segunda Guerra Mundial las emisoras de radio se lanzaron a repetir 24 horas al día las cuarenta canciones de mayor éxito con el fin de crear una subcultura, sobre todo entre los jóvenes.

En España, hace algo más de veinte años irrumpió el fenómeno del Walkman. Yo aún no sabía de la existencia del Tavistock y todo el proyecto de manipulación. Pero la simple observación me decía que algo estaba ocurriendo. De repente empezamos a ver a los jóvenes con auriculares conectados permanentemente a los oídos. Iban caminando por la calle, ensimismados, mirando hacia el suelo, sin enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Al llegar a sus casas seguían con la música a todo volumen en sus habitaciones. Siempre pensé que estos chicos piensan poco, y reflexionan poco. No tienen tiempo. Viven en el estado cuasi hipnótico o de atontamiento obligatorio que preconiza Adorno.

Es frecuente oír decir a la gente mayor que no le gusta ni entiende la música moderna. Es una cuestión generacional, pero hay alguna razón más sutil. Buena parte de esta música está compuesta siguiendo la escala de doce tonos que, según los expertos, produce sensaciones especiales en ciertos humanos, especialmente en los de una franja de edad determinada. La música atonal fue creada en 1910 por Arnold Schönberg, compositor austriaco y agente del M16. Esta escala consiste en sonidos graves y repetitivos que, según las fuentes, fue tomada de la música del culto a Dionisios, dios de la locura y la transgresión. ¿Qué hace un miembro de la Inteligencia Británica componiendo música para crear sensaciones? Resulta, cuando menos, sospechoso. A propósito de esta música dice Richard Warren Lipack: “Esta nueva forma de música contribuiría a infligir en la psique y en el subconsciente una ruptura subliminal mucho más radical. […] Esto ocurrió de forma natural gracias al cada vez mayor tono desinhibido al que se sometía el cuerpo, el cerebro y el espíritu humano que la rápida progresión de la escala atonal aportaba fácilmente”.

Algunos expertos afirman que Theodor Adorno eligió esta música para aplicarla a las composiciones de los Beatles. Extraemos esta cita de Daniel Estulin, que a su vez bebe en otras fuentes que por los años sesenta escribían sobre la materia: “Los cultos dionisiacos se celebraban en Grecia y luego en Roma en honor a Baco, al que siempre se le representa con una copa de vino en la mano. Se le considera dios del vino, de la locura, de la desinhibición y la transgresión. Griegos y romanos no disponían de los modernos instrumentos musicales pero, según Tito Livio, durante las dionisiacas, que duraban varios días, las mujeres fungían de ménades o bacantes y danzaban frenéticamente. La masa cometía actos violentos, comía, bebía y se entregaba a una actividad sexual desordenada, incluso con personas del mismo sexo mientras sonaba incesante la música de flautas, pífanos, tambores y panderetas. Un ambiente así, modernizado, debió ser Woodstock. El efecto de la música rock en el cerebro de los jóvenes también se ha comparado con los rituales en honor de la diosa Isis y con algunos ritmos tribales”.

Otro de los peligros es que muchos jóvenes han llegado al mundo de la droga a través del rock. Estos dos elementos suelen ir asociados. De hecho los líderes rockeros suelen confesar públicamente su adicción a las drogas.

LA MUERTE DE ALGUNOS ROCKEROS

Los líderes del rock son seguidos por millones de jóvenes en todo el mundo, cada vez a edades más tempranas. Basta ver la algarabía que se forma en los aeropuertos cuando llegan de gira a cualquier país. Veamos cómo encontraron la muerte algunos de estos iconos de la juventud: Elvis Presley: sobredosis; John Ace: se pegó un tiro; Tomy Bolin: sobredosis;
John “Bonzo” Bonhan: asfixiado con su propio vómito después de haber tomado mucho vodka. Era consumidor de heroína y cocaína; Tim Buckley: sobredosis; Sam Cooke: de un disparo después de haber violado a una chica. Ian Curtis: se suicidó; King Curtis: apuñalado; Darby Crash: sobredosis; Nick Drake: sobredosis; Pite Ham: se suicidó; Jimi Hendrix: sobredosis; Monika Danneman (última compañera de Jimi Hendrix): se suicidó; Al Wilson: sobredosis; Donny Hataway: se suicidó; Fram Parsons: sobredosis ; Gary Thain: sobredosis; Frankie Lymon: sobredosis; Vinnie Taylor: sobredosis; Jimmi McCullough: mezcla de drogas; Phil Ochs: se suicidó; Michael Hutchence: se suicidó; Kurt Cobain: se suicidó; Brian Jones: sobredosis; Janis Joplin: sobredosis; Jim Morrison: sobredosis; Pamela Morrison (esposa del anterior): sobredosis; Sid Vicius, de Sex Pistols: sobredosis; Freddy Mercury: sida; Ian Curtis, de Joy Divison: se suicidó; Antonio Flores: muerte relacionada con la droga.

La muestra es bastante explícita y prueba la relación entre la música rock y las drogas. Por eso, en algunos centros de rehabilitación de drogadictos de Estados Unidos está prohibida la música rock y la televisión durante el periodo de tratamiento. Si bien no todos los líderes del rock mueren de sobredosis, el desorden y el comportamiento autodestructivo suele ser el patrón imperante. Descansa en paz, Amy Winehouse.

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Por Magdalena del Amo
Periodista y escritora
Directora de Ourense siglo XXI
Directora y presentadora de La Bitácora, de Popular TV
www.magdalenadelamo.com
[email protected]
(24/07/2011)

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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