Fernando Jáuregui – Siete días trepidantes – A tapar la calle.


MADRID, 25 (OTR/PRESS)

La exageración y el cainismo son, es de temer, características que van unidas al concepto de las dos Españas. No sin exageración se ha afirmado que la izquierda, representada por el Partido Socialista, se ha lanzado «a tomar la calle» ante su impotencia en las urnas (lo ha sugerido ¡hasta un ministro!). No sin cainismo, desde ámbitos de la oposición, se está pretendiendo acusar al Ejecutivo de Rajoy de pretender «arrollar» desde su mayoría absoluta y de desoír «las voces de la calle». Mala cosa.

Sí, mala cosa cuando la calle se erige en protagonista. Hasta en el «caso Urdangarin» ese breve trozo de asfalto que separa al coche de la puerta de los juzgados de Palma se ha llevado titulares sin fin. Han sido estos, que comenzaron con los ecos de las manifestaciones del pasado domingo en protesta contra la reforma laboral, y concluyeron sin el «paseíllo» al que se pretendía condenar, como pena infamante suplementaria, al yerno del Rey, siete días trepidantes en los que el poder ha descendido a las calles. Días aciagos en los que se ha hablado, y mucho, de la actuación policial en Valencia, pero también de los cristales rotos, por una bola de acero lanzada desde la acera, en la sede del Partido Popular en la calle Génova de Madrid.

Yo no me atrevo a acusar al Partido Socialista de estar tras las manifestaciones de los estudiantes valencianos -con o sin presencia de lo que algunos medios llamaron «profesionales de la violencia»-. Ni en las algaradas, pienso que intolerables, frente a las sedes del PP. Bastante tiene el PSOE, aún algo desnortado, con preocuparse de los congresos regionales que le vienen. De la misma manera que tampoco pienso que el Gobierno, o sus delegados, hayan instigado la actuación ordenada contra los estudiantes (de acuerdo: seguramente había infiltrados «profesionales del ruido») por el jefe de policía de Valencia, a quien ya se le cuelgan «condecoraciones» parecidas cuando eran otros los que gobernaban en Moncloa.

Lo que sí es indudable es que hay un hartazgo y un desconcierto generalizados y que favorecen actuaciones incontroladas, sean de los «indignados», sean de los antisistema varios, sean de colectivos que no ven las cosas claras y sí ven, en cambio, demasiadas amenazas en el horizonte. Vivimos una etapa de cambios muy rápidos: todo se nos anuncia con demasiada aceleración y puede que la participación de los ciudadanos a la hora de planificar reformas, ajustes y recortes sea excesivamente escasa. Falta diálogo en los despachos oficiales -y desde luego, no acuso en exclusiva al Gobierno de ello, ni tampoco exclusivamente a la oposición o a los agentes sociales-, falta debate con la sociedad civil. Y entonces, claro está, la calle.

Entiendo que esto es justamente lo contrario de lo que se necesita. Frente a quienes piden unos nuevos pactos de La Moncloa, nos hallamos ante nuevas convocatorias de protestas. Contra quienes hablan de la necesidad de acordar las medidas duras que parece que inevitablemente nos vienen, nos encontramos con un lenguaje belicista y con el sonido de los tambores de guerra. Aquí nadie quiere ser Grecia, ni parecerse remotamente al país heleno, y resulta que propiciamos, pongamos Valencia por ejemplo, imágenes que mucho nos recuerdan a las lamentables algaradas en Atenas.

España está crispada, y ello se nota hasta en las reacciones que suscitan noticias como el a mi entender justificable «no paseíllo» de Urdangarin o un relevo judicial en la Audiencia Nacional que, como ocurrió con el «caso Garzón», muchos quieren resolver simplificándolo como una confrontación izquierda-derecha. La izquierda no puede ser -no lo es- la calle, ni la derecha -tampoco es eso- los despachos del poder, impermeables, sordos al clamor y atrancados por dentro. No es eso, no es eso. Hay resúmenes de lo ocurrido en la semana que resultan más dolorosos, por lo negativo, que otros. Este ha sido, me temo, uno de ellos.

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