MADRID, 7 (OTR/PRESS)
Acaso sea exagerado afirmar que se habla como se piensa. Por lo común, se habla mucho y se piensa poco, y, en todo caso, la mentira suele ser el elemento más usado en las conversaciones, muchísimo más que la propia mente. Sin embargo, el lenguaje no tiene la culpa de ello. Tampoco, desde luego, de que el machismo se exprese en nuestro país continuamente y con impunidad. Tan poca responsabilidad tiene el idioma en esto, que como más desahogada y peligrosamente se expresa el sexismo es en el taimado lenguaje del silencio.
El idioma no es sexista, o sea, machista, a menos que suene en la boca de quien sí lo es. Las personas sonamos, emitimos sonidos, y la pena es que, encima, éstos suelen ser horrísinos. Hablar bien, cuidadosamente, modulando, con la entonación adecuada y con sumisión a un pensamiento igualmente refinado, aboliría del lenguaje, de un plumazo, no sólo el machismo revenido y casposo que hemos heredado, sino el resto de excrecencias que entorpecen y empuercan la vida de relación. Lamentablemente, los españoles apenas acertamos a expresarnos de manera decorosa e inteligible en nuestro propio idioma, pues lo desconocemos, y de ahí, en buena medida, que nadie escuche a nadie, que la gente no se entienda, o que se den casos extremos como el de aquella ministra que decía «miembras» para aludir a los miembros del sexo femenino.
Se ha suscitado, al parecer, el enésimo debate sobre el uso sexista del lenguaje: unos académicos han señalado los excesos de quienes, en guías, folletos y prontuarios, cogen el rábano de la igualdad por las hojas equivocadas. Que se hable del habla ya constituye, en España, un suceso maravilloso, pero podía aprovecharse el tran-tran para, además, aprender a hablar. Y a escuchar. Las lombrices del machismo, resistentes a los debatillos de un día, sucumbirían al potente tósigo, neutro por cierto, del saber.