Fernando Jáuregui – No te va a gustar – Pero ¿cómo no va a ir el Príncipe?


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

Faltaría más que, ante la amenaza de recibir una severa y sonora pitada, dirigida tanto contra él como contra la interpretación del himno nacional, el Príncipe Felipe de Borbón dejase de acudir a la final de la Copa que lleva el nombre del Rey. En estas vísperas del gran partido entre el Barça y el Athletic de Bilbao, a celebrarse el viernes en el campo del Atlético de Madrid, se han sucedido los despropósitos y las provocaciones, incluyendo una fotografía de fuerzas independentistas a las puertas del Congreso de los Diputados, contra «la» selección nacional y a favor de las selecciones «nacionales». E incluyendo, claro está, una convocatoria, a la que de alguna manera hemos contribuido todos dándole publicidad, para reventar con abucheos la presencia del Estado, escenificada en la persona del Príncipe de Asturias y puede que en las de otros representantes de instituciones que pudieran tener el valor de acudir al Vicente Calderón.

Pedir, como han hecho algunos colegas, que, a la vista de la que parece que se prepara, el heredero de la Corona de España deje de acudir, como siempre hizo su padre, a la final de este antes emblemático torneo, parece al menos una muestra de falta de valor. El Príncipe allí ha de estar, cumpliendo, como siempre hace, con su obligación. El papel que nos toca a los demás es el de procurar que las aguas vuelvan a su cauce y un acto deportivo y lúdico no constituya pretexto para pegar otra patada al Estado, es decir, a la nación española, a España. Las pretensiones nacionalistas o secesionistas tienen perfecto acomodo en las normas legales que rigen en nuestro país, y ese acomodo mal puede ser un estadio de fútbol, para colmo ubicado en Madrid, donde existe un general repudio contra las exaltadas manifestaciones de quienes quieren dejar de ser españoles, así como suena. La mala educación, la falta de respeto a la convivencia, solo puede envilecer esas ideas separatistas, que, desde luego, están muy lejos de ser las mías y son, en todo caso, minoritarias incluso en Cataluña y Euskadi, según nos muestran las encuestas.

¿Con qué derecho, entonces, se entrometen en nuestras vidas, en nuestro ocio, quienes todo lo dirimen, en el mejor de los casos, a gritos? Debo decir que me ha dolido no poco ver a algunos diputados nacionalistas personas moderadas a las que aprecio y respeto, junto a quienes se sabe que van a tener un comportamiento energúmeno en el campo. Como reconozco que me ha dolido que quienes deberían encargarse de mantener el orden y la pureza representativa del acto, te digan, como con un suspiro de alivio: «bueno, el himno reducido son veinte segundos, y es todo lo que durará la pitada». No, señores; no es una cuestión de cuántos segundos, ni de la intensidad de los abucheos. La cuestión es que, por ejemplo, nos allanemos a reducir al mínimo la duración de los compases. Así, ya nos han ganado.

Ya no se trata de una cuestión política: es una cuestión de mera conciencia estética. Hay cauces para la protesta manteniendo el respeto a himnos y personas a los que muchos otros declaramos fidelidad. Siento decirlo, porque algún mentecato podría clamar que este es un pensamiento reaccionario (¿?), pero un Estado que no respeta su unidad, su bandera y su himno, que no ampara las libertades propias y las de los demás, que no cuida sus instituciones, que no hace cumplir las leyes, aunque las leyes puedan cambiarse, es un Estado que empieza a hallarse en almoneda. Y eso parece ser lo que algunos, dentro y fuera, pretenden: una España débil y barata para quedársela a trozos. Y, encima, con los «hooligans» dando el pistoletazo de salida.

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