MADRID, 1 (OTR/PRESS)
Si los tomates sobrevivieron a los cataclismos que provocaron la extinción de los dinosaurios, ¿no vamos a sobrevivir los españoles a las exacciones y a los atropellos de las castas que detentan el poder en España, y que son, por cierto, siempre las mismas? A los tomates les ayudó mucho la extraordinaria magia biológica que llevan dentro, pero también carecer enteramente, por ejemplo, de un presidente del Consejo General del Poder Judicial que les saliera carísimo por su obsesión de trabajar a todas horas, los fines de semana sobre todo, en la Costa del Sol, bien que no investigando los ilícitos que no cesaron con la desarticulación de los malayos. Tampoco tenían los tomates, y eso les ayudó mucho también, un gobierno que, en aras de su política de transparencia y para infundir confianza en sus socios europeos, se niega en redondo a sentarles la mano a los que quebraron Bankia porque, al parecer, «no es el momento».
Los tomates, esos benéficos amigos del ser humano, al que defienden de las añagazas de los radicales libres que oxidan y minan su organismo, sobrevivieron a las más pavorosas burradas de la Naturaleza, glaciaciones, seísmos, erupciones, bombardeos de meteoritos, pero, ¿habrían sobrevivido a la homofobia del obispo de Alcalá o a la renuencia de sus pares a pagar, como todo el mundo, el Impuesto de Bienes Inmuebles? Es difícil, en verdad, ponerse en la piel de un tomate, pero más difícil aún es ponerse, en las actuales circunstancias, en la piel de un español. Robado, ultrajado, humillado, ofendido, escarnecido, explotado, despedido, despreciado, ninguneado, estafado, exprimido y uncido, en fin, al yugo secular de los sinvergüenzas, los orates y los venáticos que han regido su país desde esos tiempos inmemoriales de los que nos acordamos perfectamente, no sé si el español encontraría en su interior, en ese interior que cubre su piel flagelada, la magia resistente de la que, hasta el momento, sólo han dado muestras los tomates.
Y las cucarachas. También las cucarachas han resultado ser, en su extrema grimosidad, irreductibles. Lamentablemente.