Andrés Aberasturi – De cómo los partidos gangrenan cuanto tocan


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

¿Entonces qué? ¿Eliminamos, como pide Espe Aguirre, el Tribunal Constitucional? No parece ni posible ni probable pero la virtud -y el pecado- de la presidenta madrileña consiste en decir en voz alta y con repercusión mediática lo que muchos piensan y dicen en la terracitas de verano sin que nadie les haga caso. Y no, claro, no se trata de «eliminar» de un plumazo el polémico TC porque resulta tan imposible como cargarse de una vez esta institución que nos persigue desde el comienzo de la democracia llamada Senado y que ha sido perfectamente inútil siempre, un saco sin fondo, el sitio donde se conspira y se cobra y al que se manda a los que conviene tener callados en los partidos. Pero como no se va a eliminar ni el TC ni el Senado, quizás valdría la pena plantearse muy seriamente qué Justicia tenemos porque el panorama resulta absolutamente desalentador.

Acaba de dimitir nada menos que el Presidente del CGPJ y presidente del Tribunal Supremo, la cuarta autoridad de España, sin haber cometido ninguna ilegalidad y por un asunto ridículo si se compara con los escándalos con los que cada día nos desayunamos los españoles protagonizados por políticos locales, autonómicos o nacionales. Y ha dimitido no por vergüenza torera sino por una lucha interna dentro de un ámbito judicial podrido por la politización y gangrenado por la intromisión de unos partidos omnipresentes que todo lo controlan para que nada cambie y que se han ido haciendo con más y más poder hasta convertir la democracia en una máquina de ganar elecciones no para transformar la sociedad sino para repartir a los suyos por aquí y por allá en cargos y empresas absolutamente innecesarias y carísimas cargando así hasta lo insoportable esa tela de araña que nos ahoga y con la que no somos ya capaces de superar una crisis como esta. Sobran políticos, minipolíticos, amigos de políticos, consejeros de políticos, familiares de políticos y todos no sólo cobrando sueldos que no merecen sino -lo que es peor- infectando la vida nacional, pudriendo, como queda dicho, incluso la tercera pata de una democracia sana que es el Poder Judicial al que Alfonso Guerra enterró en mala hora para mal de todos salvo, naturalmente, de los partidos políticos.

Pues una vez diagnosticado el origen del mal -y no creo que nadie niegue la politización de la justicia- no sólo asistimos a la dimisión instrumentalizada y dirigida de Dívar sino a ese enfrentamiento increíble y vergonzoso entre el Tribunal Supremo y el Constitucional, empeñado este último, en enmendar la plana al anterior, dándole además lecciones para las que no está preparado, regañándole como si el Supremo fuera un mal estudiante de la escuela jurídica. Y no: aunque les moleste mucho, los «aficionados» son los miembros del Constitucional que, demasiadas veces ya, han intervenido en temas en los que no eran competentes despreciando los razonamientos de las sentencias y los informes y las pruebas que si habían servido al Supremo.

A mí no me da igual la legalización de unos o de otros, me molesta como demócrata y me siento mal como ser humano. Pero no se trata de eso ahora. Lo que parece ya insoportable en un estado de derecho occidental es esa continua trifulca entre los dos tribunales, gangrenados por los partidos, y el hecho que pone sobre el Constitucional unas paredes acristaladas y previsibles: ganan siempre por 6-5. Y me quejo no de los 6 que votan una cosa ni de los cinco que votan la contraria, me quejo de que todos sepamos por qué ocurre eso, que allí no se vota en conciencia o que las conciencias están tan escoradas hacia los partidos que esa verdad objetiva que debería ser la aspiración de todo buen juez, desgraciadamente no se da en el Constitucional. En realidad tampoco es un tribunal de jueces aunque se llamen a si mismos magistrados.

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