Isaías Lafuente – Efectos secundarios.


MADRID, 28 (OTR/PRESS)

Unos días antes de que entre en funcionamiento, el próximo domingo, una fórmula ampliada de repago farmacéutico que afectará incluso a los pensionistas, el Ministerio de Sanidad se ha descolgado con un catálogo de medicamentos que dejarán de tener financiación pública a partir de agosto. Son 426 productos prescritos para patologías que la ministra Ana Mato califica de leves: antiinflamatorios, vasodilatadores, antiácidos, laxantes, antivirales, anticatarrales y mucolíticos.

Incluso la consecuencia más evidente de la medida, el ahorro que supondrá para las arcas públicas la exclusión de estos productos y que el gobierno ha cifrado en unos 400 millones de euros anuales aunque no haya presentado un informe de impacto económico, puede ponerse en cuestión. Fundamentalmente porque si alguno de los pacientes afectados, para seguir la estela de ahorro del gobierno, deja de comprar estos medicamentos, puede que la persistencia de los síntomas se agrave, se compliquen las afecciones y el sistema público se vea obligado finalmente a recetar y financiar tratamientos y fármacos más caros.

Siendo esto preocupante, lo más grave de la medida está en la filosofía que subyace. Este repago farmacéutico es un nuevo gravamen generado a partir de una circunstancia que el ciudadano no puede controlar: la enfermedad, por leve que esta sea. En otro tipo de cargas, como los impuestos al consumo, el contribuyente puede tomar decisiones para reequilibrar su economía. Incluso en el IRPF se puede acoger a las pocas desgravaciones previstas. Pero en la enfermedad no. Además, la exclusión de estos medicamentos tiene carácter universal, de tal manera que la aportación a la que se verán obligados los ciudadanos no está sometida a criterios de progresividad que, consagrados en la Constitución, rigen en el impuesto sobre la renta.

En materia tan sensible, en vez de repartir las cargas a través de ese sistema, imperfecto pero más justo, el gobierno ha optado por endosárselas directamente al enfermo, como si fuera un consumidor voluntario de tales productos. Quizás sirva para ahorrar, pero chirría, sobre todo si se tiene en cuenta que los efectos secundarios de tal medida serán más graves para quienes menos tienen.

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