Fernando Jáuregui – Siete días trepidantes – No basta con decir que el BCE es «clandestino».


MADRID, 21 (OTR/PRESS)

Reconozco que el ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, me cae bien en lo personal, bastante bien en lo político y solamente regular en lo diplomático. Es una muestra de que el Gobierno, en lo que respecta a los mensajes que emite al exterior, va por libre. Y, desde luego, llamar «clandestino» al Banco Central Europeo que preside, mal, Mario Draghi, no resulta muy diplomático, aunque lo cierto es que a los españoles, que esta semana de pasión hemos batido records de prima de riesgo y de empobrecimiento accionarial, nos fastidie que el BCE no sea más activo en sus políticas de compra de deuda de los países angustiados.

No, no basta con llamar «clandestino» al BCE, ni con sugerir que Draghi juega a empobrecernos para intervenirnos, ni con atacar a los «cabezas de huevo» europeos (van Rompuy, Durao Barroso), ni al egoísmo de Angela Merkel, ni a la miopía interesada de los finlandeses, ni «No basta», desde luego, con bajarse el sueldo un siete por ciento, cuando el conjunto de los españoles se empobreció financieramente un diez por ciento (más) solo el pasado trimestre. Y menos aún basta todo ello cuando el Gobierno, la oposición, la clase política, las instituciones -con el Banco de España a la cabeza, ofrecen un espectáculo de inmovilismo y falta de ideas realmente preocupante.

El Gobierno ha mostrado su «respeto» por los manifestantes que salieron a las calles españolas el pasado jueves, sabedor de que algunas bases de votantes «populares» figuraban en los desfiles. La oposición apenas dice ni pío; el PSOE sabía que los cientos de miles de personas que se manifestaban «contra los recortes» no creen en los socialistas, que se descalabran en los sondeos. Ni en IU. Ni, si me apuran, la mayor parte de ellos en los sindicatos, que ya andan haciendo sonar los tambores de huelga general para finales de septiembre. Los ciudadanos, tengo la impresión -basada en los análisis de las encuestas desesperadas que van apareciendo–, están empezando a pasar muy mucho de las posibles soluciones que (no) ofrecen sus representantes, que parecen sumidos en un mar de dudas, de contradicciones, de actuaciones descoordinadas.

¿Qué decir, por ejemplo, de la petición de «rescate» -rescate, sí– de la Generalitat valenciana, cuando hubo ministros que se enteraron por la prensa de la iniciativa de Alberto Fabra? Pues eso: que hay como una desbandada de criterios que poco o nada conviene a cimentar esa confianza en el Estado español, tan necesaria para iniciar una recuperación que los propios portavoces oficiales dicen que se aleja y se aleja. También dicen que habrá otras autonomías que se sumen a la iniciativa valenciana; a este paso, no hará falta reforma constitucional alguna para dar un giro copernicano al Estado autonómico, al que achacan todos los males quienes, desde el Estado central, no supieron o no quisieron ejercer la imprescindible vigilancia. Y quienes, desde las máximas responsabilidades, no supieron, pudieron o quisieron anticiparse al huracán. ¿Cuántas veces se ha repetido que es la hora de las soluciones políticas valientes? ¿Qué es la hora del pacto para afrontar los retos de Europa, de los mercados?

Coincidí en una radio con el portavoz económico del PSOE, Valeriano Gómez. Persona a la que considero ecuánime, y de quien discrepé en cosas fundamentales. Por ejemplo, cuando nos dijo que «si una persona (Rubalcaba) tiende la mano y (los populares) se la rechazan, lo lógico es que la retire». Es lo que vimos esta semana en el Parlamento, cuando, con la ausencia de Rajoy, que solo acudió a votar, se aprobaron los últimos recortes por real decreto y con el PP ejerciendo en solitario su mayoría absoluta: comprobamos que el PSOE endurecía notablemente su lenguaje para con el Gobierno. Pienso que Rubalcaba se equivocará retirando su oferta de gran pacto al PP, una retirada que aumentará la confusión nacional respecto de la estrategia del PSOE y que servirá para que el PP, gran culpable ahora de no aceptar el acuerdo, encuentre una buena excusa para seguir vuelto de espaldas.

Este, desde luego, no es el camino. ¿Estarán, confiemos, aguardando a la diáspora de agosto para anunciar, sin controversias, algún paso importante que, al menos, insufle esperanzas a los españoles sobre la capacidad de su clase política?

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