Rafael Torres – Al margen – Las quimeras del pueblo.


MADRID, 19 (OTR/PRESS)

El Rey se ha hecho «bloguero», o «forero», internauta en cualquier caso, y en tal condición se ha creído en la necesidad de manifestar sus opiniones y sus ocurrencias en su renovada página «web», que creo que es la misma donde se publicaron hace unas jornadas las frías fotos de Cristina García Rodero. La casualidad ha querido, no obstante, que su primera entrega del «blog» se hiciera unos días después de la Diada, de la multitudinaria manifestación independentista de Barcelona, y, claro, todo el mundo ha pensado que cuando Juan Carlos I escribió lo de que no estaban los tiempos para quimeras, ni para escudriñar en las esencias, ni para ponerse a discernir entre galgos y podencos, estaba pensando en los nacionalistas catalanes. Sin embargo, yo creo que se estaba refiriendo, en general, al pueblo español, al que cada vez que le ha dado por perseguir quimeras, la de la libertad, la del bienestar, la de la democracia, la del progreso o la de la decencia pública, le han propinado una tunda de palos.

Si quimera es «lo que se propone a la imaginación como posible, no siéndolo», a fe mía que cuanto los españoles han propuesto a la suya ha resultado, en efecto, imposible, pero no exactamente porque no fuera posible, sino porque alguien se encargó siempre, de manera harto violenta y cruel, de que no lo fuera. Nunca han estado los tiempos, y no sólo los actuales como dice el Rey en su «blog», para que el pueblo español aspirara a quimeras: la última aspiración, la de comer todos los días, vivir en una casa, escolarizar debidamente a los hijos, ir a trabajar, recibir un salario medio digno por ello, ahorrar sin que el banco se lo robe, viajar un poco para distraerse e instruirse, resultó ser de las quimeras más quiméricas, y el Estado, cuya máxima magistratura ostenta, por cierto, Juan Carlos, se ha apresurado a arrebatarle su disfrute con sus decretos y sus antidisturbios porque los tiempos, ni éstos ni ningunos, están para quimeras. En otra ocasión, hace ya algún tiempo, le impusieron al pueblo una guerra pavorosa por andarse, precisamente, con quimeras.

El pueblo es quimérico, pues nada de lo que quiere, de lo que desea, de lo que necesita, resulta ser posible. Ni siquiera que la Agencia Tributaria le trate con algún respeto, ni que su clase política no se dé al sectarismo y a la cleptomanía, ni mucho menos elegir la forma de Estado que le aglutina. Para que fueran posibles las quimeras, se necesitaría escudriñar en las esencias y discernir entre galgos y podencos, pero tampoco están nunca los tiempos para eso.

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