Antonio Casado – Cosa de dos.


MADRID, 1 (OTR/PRESS)

Se quejan los dirigentes del PSOE de que se mire hacia ellos como muro de contención del nacionalismo catalán sin tener en cuenta que fue el PP quien alimentó esta irresponsable deriva segregacionista liderada por Artur Mas, al que los parlamentarios autonómicos de Alicia Sánchez Camacho estuvieron apoyando hasta hace cinco minutos, por no recordar el efecto boomerang del recurso del partido de Rajoy ante el Tribunal Constitucional, que terminó recortando parcialmente el vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña.

No le falta razón al PSOE. Tampoco le falta razón al PP cuando reprocha a los socialistas su ambigüedad a la hora de formular sus propuestas sobre el definitivo encaje de Cataluña en el Estado español. Un asunto sin cerrar, como se ha visto. Es verdad que el brote segregacionista viene a ser un epifenómeno de la crisis económica. Cuando la gente está agobiada porque no llega a fin de mes estas cosas prenden con facilidad. Sobre todo si los dos grandes partidos son incapaces de desenmascarar el oportunismo de Artur Mas, que lleva tres oleadas de recortes a las espaldas, preside la Comunidad más endeudada de España y hace como si la crisis económica no fuera con él. En esta difícil situación económica y social de los catalanes sólo se le ocurre anticipar en dos años las elecciones autonómicas y proponer la creación del Estado propio, como si eso fuera la purga Benito para curarse todos los males.

Los males del PP, en el poder, y del PSOE, en la oposición, no son solo los de Cataluña. Son los de toda España. Y tanto en el tirón del nacionalismo catalán como en el movimiento callejero de los indignados los dos grandes partidos nacionales se topan con quienes persiguen quimeras y ahondan en las disensiones, como advirtió en su día el Rey don Juan Carlos en su polémica cibercarta.

A socialistas y populares les toca explicar que la utilización de las instituciones catalanas en una eventual declaración de independencia, en nombre de un derecho de autodeterminación inaplicable en el marco de la legalidad vigente, sería un disparate.

No tendría validez jurídica ni sentido lógico porque el Parlament es una criatura de la Constitución española, donde no encaja la independencia. Tampoco encaja la autodeterminación concebida como quiebra del principio de integridad territorial. Impugnar ese principio, por agotamiento u otras razones, correspondería en todo caso al titular de la soberanía nacional, que es el conjunto de los españoles vivan donde vivan.

En resumen, toda una pedagogía cuyo despliegue corresponde a los dos grandes partidos nacionales sin distraer energías en culparse mutuamente de haber alentado esta peligrosa deriva soberanista. Ambos deben levantar conjuntamente el muro de contención frente a los nacionalismos periféricos en nombre de la razón civil que inspira la legalidad vigente.

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