Andrés Aberasturi – El dilema de la calle.


MADRID, 8 (OTR/PRESS)

¿De quién es la calle? Fraga lo tenía claro cuando, siendo ministro de la cosa interior, atronó con aquella lapidaria frase «la calle es mía». Seguramente ni imaginaba hasta qué punto eso que hemos dado en llamar «la calle» iba a ser escenario de litigios y de enfrentamientos no sólo físicos sino también teóricos.

Evidentemente para la pregunta retórica con la que abría esta columna sólo cabe una respuesta: la calle es de todos, de los ciudadanos, del pueblo, como no podía ser de otra manera en democracia. Este sistema, no se olvide, consagra la soberanía del pueblo que es quien detenta el único poder y todos los demás poderes -o llamados poderes- no son sino la delegación que hace el pueblo de su poder para que se gobierne, se legisle o se imparta justicia en su nombre. Todo -o casi todo, porque no es fácil encajar la institución monárquica en una democracia- reside en la soberanía del pueblo y por tanto la ocupación de la calle y el derecho a manifestarse, evidentemente, también. Pero también es el pueblo el que depositado en las Fuerzas de Seguridad del estado el uso legítimo de la violencia para que de esa forma se garantice la seguridad de todos, el orden indispensable para la convivencia y la defensa de las libertades individuales. Y aquí empiezan los problemas.

Porque resulta que la policía recibe las órdenes de los que ese mismo pueblo ha elegido como representantes de una forma mayoritaria y sus actuaciones siempre serían legítimas si no se diera un abuso o desequilibrio de sus potestades. ¿Lo hubo? ¿Lo habrá? ¿Es lícito que en Madrid se convoquen más de dos mil manifestaciones al año? Porque el pueblo es un concepto demasiado amplio y el mismo derecho tendrían los convocantes a manifestarse que los no convocantes a asegurar su libre circulación, su comercio, su seguridad. El secreto de todo esto, posiblemente, esté en el uso racional y lógico del derecho indiscutible a la manifestación y no tanto a crear un clima de inestabilidad mediante el abuso de ese derecho.

Desde hace años me vengo quejando de la desaparición sutil por ahogamiento por parte de los partidos de todo el movimiento asociativo que fue importante en la transición y en los primeros años de la democracia. Creer que con meter una papeleta cada cuatro años en una urna se vive en democracia, es pueril e indignante. Pero también resulta pueril -solo que en esta ocasión se llama elegantemente «utópico»- creer que se puede «tomar» el Congreso y obligar a un cambio de gobierno. Y eso, es lo que, utópicamente, se pretendía y está escrito. No sé si alguien se ha preguntado que hubiera pasado si no llega a haber esa enorme cantidad de policías alrededor de la carrera de San Jerónimo, qué habrían hecho y hasta donde habrían llegado los manifestantes en el clima de euforia que surge en estas grandes concentraciones. Yo prefiero no pensarlo.

Naturalmente esto no justifica la violencia institucional de la policía que sin duda se dio en determinados casos pero tampoco la generalización y hasta las gratuitas afirmaciones que han hecho algunos dirigentes de IU contra las que se ha querellado ya un sindicato policial.

Yo no sé si este afán de ocupar la calle, al que se ha sumado el propio Rubalcaba en Galicia, puede ayudar en algo a todo el pueblo español a salir de la crisis o disminuir el número de parados. Tengo mis dudas. Me parece muy bien que ya tengamos a un camarero héroe y la foto de una joven mostrando sus pechos aunque no sé muy bien qué significa esto último. Pero, sinceramente, no creo que ese sea el mejor de los caminos. La manifestación, como la huelga, debe ser el último recurso porque si se convierten en algo cotidiano, pierden toda su fuerza y terminan volviéndose contra quienes, legítimamente, las promueven y las convocan.

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