MADRID, 11 (OTR/PRESS)
Confieso que tengo prejuicios con los ministros. Desconfío de ellos, aunque los conozca antes de que fueran ungidos por el Boletín Oficial del Estado, porque suelen sufrir algún tipo de transformación. A los ministros de Interior, por ejemplo, se les pone cara de estar a punto de decir: «Quedan todos detenidos». Puede que la única excepción fuera Jaime Mayor Oreja que tenía semblante de decir «Le acompaño en el sentimiento», pero incluso a Rubalcaba, cuando dejó ese ministerio, le varió la expresión.
A pesar de esa prevención, confieso que Wert empieza a parecerme un ministro que no ejerce de ministro, y eso que, como todos, en cuanto se sientan en el sillón del ministerio de Educación les ataca el virus de la Reforma, la Contrareforna, Trento y el Vaticano II, todo a la vez. Los médicos ya lo han intentado, pero debe ser una cuestión de epidemiología.
El caso es que el ministro Wert perora de tal manera que se le entiende. No suele decir «obsoleto», «implementación», ni «estructura». Que se le entienda lo que dice a un ministro ya resulta deslumbrante. Pero, naturalmente, hoy día, en muchas partes de España, hablar de manera que lo comprenda todo el mundo es algo arriesgado e incluso peligroso. Y ha bastado que haya pronunciado un neologismo como «españolizar» para que la suspicacia independentista se haya puesto de los nervios. ¡Vade retro! Un ministro convencional debería hablar de Estado para que a los nacionalistas no les entren picores. Estado es un término que le gustaba mucho al general Franco. «El Jefe del Estado», decían los cronicones, precedido de «Su Excelencia». En Cataluña y en el País Vasco para evitar que les salgan llagas en la boca al pronunciar la palabra España, los independentistas se refieren al Estado. Y los más flojos «el resto del Estado», admitiendo que todavía están dentro de él. Claro, llega Wert -¡Ay, que Wert!- y lo quieren reprobar. Porque no están acostumbrados a que un ministro se le entienda todo.
