MADRID, 10 (OTR/PRESS)
Desde que David John Moore Cornwel publicara «Llamada para un muerto», en 1961, me convertí en un adicto a las novelas de John Le Carré, sinónimo con el que aparecía como autor. Trabajaba entonces en el servicio diplomático, pero todos sospechamos que lo hacía como agente secreto, igual que tantos alumnos de Oxford de su generación, arrastrado por las tensiones de la guerra fría. Y nos enseñó que el espionaje, que él demuestra conocer muy bien, tiene miserias burocráticas terribles, y hay un porcentaje escasamente esplendoroso.
Me he acordado de él, porque al enterarme de lo del sobre con 25.000 euros, colocados en la hendidura de un muro, se me ha derrumbado otra de mis fantasías, y era pensar que el pelotazo consistía en una estafa llena de glamour y sofisticación. Yo creía que el pelotazo se urdía a bordo de un yate, repleto de gente elegante y poderosa, y que se cobraba en paraísos fiscales. Pero, claro, en cuanto aparecieron las grabaciones telefónicas, hace unos años, donde los estafadores hablaban con la grosería y el desparpajo del que no ha pisado una escuela, comencé a sospechar que esto no era como yo lo imaginaba, y cuando me enteré de que al ex ministro Blanco le llevaba su primo a los empresarios a una gasolinera para que se entrevistaran con él, descubrí que mi imaginación estaba muy por encima de la realidad. Lo último es lo del sobre, y en la puta calle. ¡Hombre, por lo menos un maletín de Louis Vuiton con un par de millones! Y el intercambio en el bar del Meurice, en París, que tienes al lado la calle Rivoli para empezar a gastar la pasta. Nada de eso. Todo ha sido como las fiestas de Berlusconi, que parecían llenas de mujeres sofisticadas y encantadoras y resulta que eran putas por horas. Ya sólo me falta enterarme de que el sobre era de papel manila. No me extrañaría nada, porque la falta de glamour es inútil disimularla.
