Confieso que los franceses siempre me han producido un poco de envidia. Quede claro que no se trata de quesos o ‘haute couture’. Ni siquiera de la hermosura de París.
Lo que despierta pelusa en mi afligido corazón es que no tienen complejos, sobre todo cuando se trata de la Patria –con mayúsculas- y lo que eso conlleva.
Hace cinco días, el intento de rescate de un agente de los servicios secretos franceses que permanecía secuestrado en Somalia desde 2009 resultó un fiasco.
El presidente Hollande asumió la responsabilidad, explicó que dio la orden porque no veía otra opción y nadie se echó las manos a la cabeza o puso el grito en el cielo. Mucho me temo que si algo así hubiera sucedido en España, tendríamos ahora hasta manifestaciones en solidaridad con los 17 facinerosos islámicos que el comando se llevó por delante en su infructuoso intento de salvar al rehén Denis Allex.
Con Malí pasa algo parecido. Replicando a las críticas del Financial Times y el Frankfurter Allgemeine, que acusan a Francia de resucitar viejas actitudes colonialistas y de defender intereses económicos espurios como es el suministro barato de uranio, Hollande afirma en que no intervienen militarmente para defender a sus empresas sino a sus ciudadanos.
Da igual que sea verdad o mentira. Lo esencial es que los franceses están batiéndose solos el cobre y que su sacrificio permitirá frenar de una vez por todas la expansión de la rama magrebí de Al Qaeda y de sus acólitos en el Sahel.
Y son una vergüenza la pasividad de EEUU, el pasotismo de Alemania y la cicatería de Reino Unido. La OTAN se ha ‘desmarcado’ y lo más que ofrecen los socios europeos es una mínima ayuda logística.
Mal, muy mal, porque en esas guerras contra el terrorismo yihadista –que siempre se sabe cuando empiezan pero es imposible determinar cuando concluyen ni o que costarán- nos la estamos jugando todos.
A falta de apoyo aéreo, comandos de élite y carros blindados, por lo menos démosles apoyo moral: “Allons enfants de la patrie… le jour de gloire est arrivé!”
