Carlos Carnicero – ¿Por qué no nos rebelamos?


MADRID, 19 (OTR/PRESS)

Todas las revoluciones modernas se asientan en la dislexia entre las injusticias hacia los ciudadanos y la impunidad de los dirigentes. En épocas de crisis y escasez, las desigualdades son más insoportables. Recortes, desempleo, cierre de urgencias; y mientras se conocen detalles de la corrupción insoportable entre la clase dirigente. Luis Bárcenas tiene cogido a Rajoy por donde más le duele.

El presidente dice que hay que dar impresión de honradez pero no se esfuerza por exigirla porque lo que cuenta para él es lo que parece; no lo que es. Quiere que se pase la marea para no poner diques.

Las redes sociales son el remedo de las antiguas reuniones clandestinas. Todo se sabe en tiempo real y la catarsis no se reduce a la denuncia; la indignación es acumulativa hasta que los vasos comunicantes desbordan el sistema. Y la revolución tecnológica no ha hecho más que empezar. Controlar medios de comunicación no blinda contra el conocimiento de lo que ocurre. Cada uno, en cierto modo, es el corresponsal de un universo de injusticias.

Se puede comprar un periódico o controlar una televisión; imposible intervenir a los cibernautas. Cada ciudadanos es el consejo de administración de sus instrumentos sociales.

Undargarín, Bárcenas, Ignacio González y Baltar son solo punta de iceberg de una historia interminable que no promueve otra reacción entre los responsables políticos que las bravatas. A Rajoy no le tiembla la mano, pero para no hacer nada. Cospedal habla de velas y palos, y mira para otro lado.

Nuestra clase dirigente es especialmente ludópata. Arriesgan hasta la última ficha en la apuesta imposible de que la ciudadanía no explotará. La ley de la Omerta se rompe cuando quien tiene la justicia apretando sobre el cuello echa para adelante a sus cómplices y encubridores.

Las encuestas son tozudas: Rajoy se hunde en la desconfianza y la desafección y el PSOE no remonta. En la física política los vacíos se cubren con fuerzas incluso desconocidas. La indignación tiene fases consecutivas. De la depresión y el miedo a la explosión reivindicativa. Faltan detonadores, pero la chispa está preparada. Si no reaccionan con contundencia los partidos de izquierda y los sindicatos, haciendo catarsis en sus propias filas para legitimar sus denuncias de los adversarios, serán superados por la marea social.

Una revolución sin liderazgo carece de resultados institucionales. Y para que se depure una sociedad domeñada por la corrupción hace falta una marea estructurada que levante nuevos diques en la vida pública. De momento las redes sociales tienen la presión desbordada. Todavía no se ha estructurado una respuesta ciudadana al margen de las respuestas heroicas grupales. Ayer fueron los mineros, después los maestros y ahora los médicos. Los jubilados se rebelan también contra el cierre de las urgencias. Y hasta la Justicia detiene el euro por receta y el cierre de servicios médicos esenciales. La salud pública insiste en convertirse en negocios para los amigos del poder.

La pregunta que todavía no tiene respuesta es la del detonador de la explosión. La corrupción, los desahucios y la miseria son los componente químicos de la mecha. ¿Alguien se ofrece para encenderla?

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