Andrés Aberasturi – La jueza Alaya.


MADRID, 25 (OTR/PRESS)

En realidad hay pocas comparaciones odiosas y es precisamente la comparación una de las mejores formas de acercarse a la realidad; no solo podemos comparar Chipre con España sino que es un buen ejercicio para establecer las muy evidentes diferencias entre la situación de los dos países. Pero no se trata de eso aquí y ahora. Lo que me pide el cuerpo comparar son las actitudes personales, y eso, claro, es más arriesgado que hablar de economías o sistemas financieros. Y si añadimos que me refiero a actitudes personales de unos profesionales tan peculiares como son los que componen la judicatura española, la cosa se complica aún más.

Pero es que están ahí, en las portadas de los periódicos, en las imágenes de los informativos, en sus palabras, sus silencios, su «estilo» -esa cosa tan difícil de definir- y, por supuesto, sus actuaciones.

En la historia de los jueces españoles -olvidados ya aquellos años terribles de los Tribunales de Orden Público- hay nombres propios que de pronto ocuparon un lugar destacado en la opinión pública, se convirtieron en noticia unas veces para bien, otras para mal y muchas para la polémica. Algunos años antes de que se pusiera de moda lo de «jueces estrella», ya hubo casos, más o menos aislados, que pusieron con su trabajo serio y riguroso los puntos sobre las íes en cuestiones complejas. También todo lo contrario y en el recuerdo de todos está el escándalo de Pascual Estivil, condenado por su implicación en casos de corrupción. Y cómo no recordar al juez Joaquín Navarro y sus polémicos y muy interesantes artículos desde su óptica marxista cuya amistad con alguien tan ponderado como Javier Gómez de Liaño podía sorprender a quienes nos honrábamos con la amistad de ambos. El final de Gómez de Liaño -propiciado en buena parte por Garzón, su examigo- fue legal, claro, porque hubo una sentencia, pero para muchos fue triste, injusto y supuso destapar un pulso sucio e incomprensible que aun continua y que no hace ningún bien a la Justicia.

Luego llegaron los celos y los entremetimientos entre el Supremo y el Constitucional que se convirtió en lo que no era: el Supremo del Supremo y ahí sigue.

Pero este larguísimo preámbulo solo pretendía ser una disculpa para rendir desde esta humilde columna el homenaje personal a la jueza Mercedes Alaya que sigue instruyendo el caso de los ERES andaluces con una discreción y un trabajo que distan mucho del afán de protagonismo que se adivina en otros instructores que no pienso nombrar. Creo que no he oído ni una palabra de la jueza Alaya y solo he visto imágenes suyas entrando y saliendo -la última vez después de pasar la anoche allí trabajando- de su juzgado. Nada más. Y me parece a estas alturas tan extraordinario su comportamiento, que merece la pena ponerla como ejemplo de lo que los ciudadanos esperan de sus jueces. A la jueza Alaya la han tratado de presionar de todas las maneras: desde el machismo rancio hasta buscando antecedentes para desacreditarla. Y ahí está, tras una larga baja porque seguramente no podía más, volviendo de nuevo a su trabajo sin dar la nota ni la conferencia, sin «dejarse ver» y sin extravagancias ni peleas que no conducen más que al descrédito. Como ella, seguramente, hay muchos jueces y muchas juezas, pero los que brillan, para desgracia de la Justicia misma, son los que van de estrellas o aspiran a serlo. No tengo ni idea de cómo está instruyendo el caso de los ERES, pero si sé y respeto muchísimo que frente a tantas ganas de notoriedad, Mercedes Alaya haya sido capaz de soportar todo sin ni siquiera pestañear.

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