Isaías Lafuente – Un digno indignado.


MADRID, 11 (OTR/PRESS)

Hace menos de un año le pregunté qué quería ser de mayor y José Luis Sampedro me respondió que José Luis Sampedro. Llevaba desde los veintitantos trabajando en ello, perfeccionando su propio árbol que no pretendía ser grande ni genial sino intenso, delicado y honesto, decía, para rematar más tarde: al que hace lo que puede no se le puede pedir más. Nunca perdió su sentido del humor, sólo comparable a su capacidad para indignarse con las injusticias, y en los últimos tiempos se definía como un «moribundo con permiso» y se arrepentía de no haberse bajado del tren un poquito antes, cuando vivía su plácida vejez, y de haber apurado estaciones hasta llegar a lo que calificaba de jodida vejez.

Sampedro habitó siempre en la discrepancia. Iba para jesuita y acabó en la increencia. Peleó por circunstancias en los dos bandos de la guerra civil y ambos lo consideraron fusilable y en ambos se sintió apátrida. Escogió el camino de la Economía pero siempre la abordó desde la heterodoxia. Ultimamente se sentía fuera de un circuito en el que muchos de sus colegas se preocupaban más de hacer más ricos a los ricos que de hacer menos pobres a los pobres. Y le sacaba de quicio contemplar que la Europa de los ciudadanos se había rendido a los mercados y, en su nombre, el gobierno estaba dinamitando conquistas conseguidas en las últimas décadas, haciendo cargar sobre las espaldas de los más desfavorecidos el desastre de la crisis. Nunca pudo pensar que cincuenta años después de que lo hiciera en las aulas universitarias tendría que denunciar de nuevo el hambre y la pobreza.

Era tan sensato que muchos lo consideraban un lunático. Y era tan sensible a la realidad que no le costó lo más mínimo sintonizar en el movimiento 15M con jóvenes de veinte años cuando él estaba a punto de celebrar la centena. No es que estuviera de acuerdo con su indignación, es que les decía que se tenían que indignar mil veces más. Cuando, periódicamente, se habla de la reforma de una cámara perfectamente inútil como el Senado, siempre pienso en una asamblea reducida de venerables sampedros. Con un puñado nos serviría. Su mirada lúcida, su palabra exenta de eufemismos, su espíritu crítico e indomable, su dignidad, su integridad y su capacidad para la lucha serían una referencia, quizás insoportable, para otros.

En su último cumpleaños reunió a un puñado de amigos y les habló de la amistad. En los últimos días pidió a su esposa, Olga Lucas, que su muerte no se convirtiera en un circo mediático. En los últimos minutos pidió una copa de Campari, la tomó, dijo sentirse bien y murió. Heterodoxo hasta el final.

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