Fernando Jáuregui – Nuestros inestables partidos.


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

A mí, qué quiere usted que le diga, me dio la impresión de que el José María Aznar que salió a protagonizar la ya célebre entrevista televisiva del martes por la noche era un personaje enfadado con el mundo y, sobre todo, con «su» mundo, obviamente empezando por el sucesor al que él mismo designó como tal, Mariano Rajoy. Prestó, con sus críticas apenas disimuladas, me temo, un flaco favor a su partido en unos momentos de especial congoja para el mismo, pero seguramente rindió un servicio a la marcha del Estado, al sugerir la necesidad de una ofensiva política, al tiempo que una rebaja de impuestos que ya todos piden. Aznar se estaba, y creo no ir demasiado lejos en mi interpretación, posicionando frente al peor Rajoy, el que se dice convencido de que todo lo está haciendo bien y, por tanto, persuadido de que nada hay que cambiar en la línea de actuación del Gobierno; y si alguien quiere pactar, que firme en el papel de las adhesiones, sin mayores debates.

Me consta, porque lo he hablado con gentes que podrían representar muy bien las diferentes corrientes de opinión en el Partido Popular, que Aznar no podría regresar a la primera línea política ni aun en el caso, improbable, de que quisiera hacerlo: demasiados callos pisados, demasiados gestos hoscos o severos. Pero también me consta que existe un cierto desencanto interno con Rajoy, que se está convirtiendo, paso a paso, en otro solitario de La Moncloa: que Aznar le reproche no haber hablado largamente con él más que una vez en año y medio de mandato me parece, cuando menos, significativo. Tengo para mí que, al igual que Pérez Rubalcaba, su oponente y complemento, Mariano Rajoy, está dándole vueltas a la cabeza en torno a la idea de no concurrir nuevamente a las elecciones; la renovación, entonces, estaría servida, y Aznar, claro, no es precisamente la renovación.

Ahora bien: ¿quién/es/son la renovación? Con frecuencia, los políticos instalados tratan de burlarse de quienes piden cambios de caras, diciendo que lo importante es el cambio de ideas y actitudes. Yo, la verdad, cada día estoy más convencido de que hay que cambiar rostros para permitir que aire nuevo entre por las ventanas: persona nueva, nuevos postulados. Rajoy (y Rubalcaba) están gestionando la transición interna y externa hacia la nueva era; de ninguna manera pueden ser ellos, me parece, quienes la piloten, como no la puede pilotar ya ninguno de quienes están (estamos) instalados en los viejos métodos. Es la tragedia de los partidos políticos -que son los que forman gobiernos–, de las instituciones, de tantas (des)organizaciones de la sociedad civil: que seguramente vivimos apalancados en lo que ya es pasado, creyendo que es aún presente y que esto es el pórtico de un futuro en el que hay que cambiar la menor cantidad de cosas posible. Craso error.

Este es, claro está, el error de Aznar, sugiriendo, para pasmo -por decir lo menos- de tantos, que podría regresar a la política de trinchera; ya sé que es un brindis al sol, pero, en esta nueva era que se ha abierto, ese guiño televisivo quedaba, simplemente, absurdo. «Non bis in idem», nos dejaron dicho nuestros clásicos: no hay posibilidad de una segunda vez y, si no, mire usted a la figura, entre otras cosas patética, de Berlusconi. O de Aznar. Nuestro sistema político necesita, a no muy largo plazo, un jefe del Estado nuevo -hablo de un Rey, claro–, un jefe de Gobierno nuevo, un líder de la oposición nuevo y, sobre todo, una forma de gobernar a los ciudadanos nueva.

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