MADRID, 2 (OTR/PRESS)
¿Pero qué partido es ese cuyos parlamentarios aplauden a rabiar a su líder cuando dice que se ha equivocado? ¿Les gusta lo de equivocarse? ¿Les pone el error? Ni los monárquicos, si es que alguno queda, se rompieron así las manos cuando Juan Carlos I dijo lo mismo, que se había equivocado, con lo de la cacería de elefantes en Botswana, y eso que el hombre añadió que lo sentía y que no volvería a suceder. Rajoy, en cambio, con un «me he equivocado» a palo seco, sin asomo de contricción ni de propósito de enmienda, arrancó oleadas de entusiasmo entre los suyos, amén de una cerrada ovación.
Lamentablemente, el que se equivocó no fue Rajoy al elevar a Bárcenas a las máximas alturas financieras y contables (A y B) del Partido Popular, sino el cuerpo electoral que le hizo presidente de un Gobierno al que le cabe el raro honor, entre otros muchos raros y espantosos honores, de su cooperación necesaria en la estafa masiva de las Preferentes.
Decir uno que se ha equivocado y pretender seguir como si tal cosa, es algo que sólo se le podía ocurrir a Rajoy o a quien, imbuido de su alebrada y escurridiza personalidad, le escribe los discursos, por llamarlos de algún modo.
Se equivocó don Mariano, se equivocaba, por ir al Norte, fue al Sur, se equivocaba. Pobrecillo. Máxime cuando en el Sur no le pueden ni ver, bueno, ni en el Norte, ni en el Este, ni en el Oeste, apenas un 18% de la ciudadanía según la encuesta realizada tras el simulacro explicativo del Senado. Es más; ni en la Europa de los prestamistas por la que tanto ha laborado el indolente (para otras cosas) jefe del Ejecutivo español, le pueden ver ya, y no por ingratitud a sus servicios, sino porque un señor tan quemado, con tan nula capacidad ya para engañar a nadie, no puede seguir prestándoselos adecuadamente.
El drama actual de España, país en liquidación, no es que sea Mariano Rajoy, ni siquiera por sus acreditadas, confesadas y brutales «equivocaciones», sino que el interfecto persevere en pilotar la nave descangallada hacía los bajíos, sin que la tripulación, y no digamos el pasaje, pueda hacer maldita la cosa por evitarlo. Queda, sí, lanzarse al mar tenebroso, pero lo que es el barco, con éste hombre tan equivocado al timón, se va indefectiblemente al infierno.